Introducción

Los duelos con pan son menos

Comemos por necesidad, por gusto, por placer. ¿Se puede vivir sin comer?, casi sí: ascetas y místicos reducen a la mínima expresión la ingesta de alimento. Hay quien hace huelga de hambre y encuentra en sí una resistencia mayor de la que se creía capaz. Hay mujeres que, en aras de la belleza o por culpa de la depresión, comen lo menos que pueden o comen mucho y luego rechazan violentamente lo que han ingerido. Pero la comida, en general, pertenece a la parte solar de la vida. Comemos, primero, porque es útil que la máquina de nuestro organismo se mantenga en buen funcionamiento; después, porque nos gusta, nos hace sentir bien. Es verdad que los antojos, los caprichos y aun la alta cocina van más allá de una cuestión meramente orgánica, si no, la gula no existiría. Una de las pocas cosas que nos distinguen de los animales es el arte y la gastronomía es un arte: hay una enorme diferencia entre comer betabel porque tiene hierro y fibra, a comer un buen borsch porque se tienen ganas de borsch, porque es delicioso, además de nutritivo. Malena, la protagonista del cuento en que se basa este trabajo, tiene muy clara esta diferencia.

Hay dichos populares que apuntalan el carácter emocional de la comida, como el que da título a este introito o el de “barriga llena, corazón contento”. Mientras crecía fui aprendiendo muchas cosas relativas a las propiedades, digamos, sentimentales de la buena mesa: también se guisa para la gente que se quiere. Mi abuela decía que a los hombres se les conquista por el estómago y de ella y su madre (mi bisabuela) aprendí que cuando uno está enfermo come un buen caldo de gallina o de frijol y bebe distintas infusiones, según sea el mal. Mi bisabuela preparaba guisos diversos según la estación del año, para época de lluvias, por ejemplo, hacía molitos aguados: espinazo de cerdo, retazo con hueso, maciza; caldo rojo, caldo verde, caldo blanco; chayote, calabacita, elote, habas, ejotes, bolitas de masa... etcétera; era una manera de hacer sentir mejor a los comensales en un día frío, húmedo y gris. Así aprendí también que la proverbial sopa de pollo no sólo encierra propiedades medicinales: es una muestra de cariño, algo así como un apapacho para el enfermo. Por supuesto, ni mis abuelas ni yo descubrimos el hilo negro. Pero apunto aquí estas referencias porque el análisis que expongo en este trabajo tiene su origen en una visión personal de relacionar la comida con todo lo demás. Y por “todo lo demás” quiero decir literatura.

Elegí el cuento de Almudena Grandes Malena, una vida hervida1 porque su tema central está directamente relacionado con la comida y la cultura de la alimentación. Y porque la protagonista establece una relación emocional poco común con los platillos y adquiere costumbres socialmente extrañas para con los guisos. El punto central de este análisis descansa sobre la interacción que establece Malena en su “vida hervida” —que, como veremos, al final no lo es tanto, o no únicamente— con el mundo que la rodea, interacción basada en la comida y en su relación personalísima con esa práctica. Mi tesis es que Malena, la protagonista del cuento, deja de comer, pero en realidad nunca abandona su práctica de hartarse de comida, por la sencilla razón de que sigue sus impulsos vitales, incluso más allá de sí misma y de lo que ella dice que quiere. Es decir, en el fondo Malena no deja nunca de practicar la glotonería, aunque no coma, y esta práctica le salva la vida y la cordura.

1Este cuento pertenece al libro de la misma autora titulado Modelos de mujer.

 

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