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Breve homenaje a Julio Cortázar

Francisco Cabanillas
 
 

Nicaragua

Porque se ha dicho que, en ocasiones, a Julio es mejor escucharlo en vez de verlo de frente en una entrevista tal y como era en los años 70 y 80, resulta de rigor demostrar lo contrario; es decir, buscar el mejor videoclip de Cortázar que haya en You Tube. Una búsqueda que hay que definir de entrada: la mejor toma será aquélla que nos muestre el ángulo “en vivo” más vulnerable del escritor, un ser más bien solitario, tímido, justo en el momento en que, frente a los contertulios, los encara para hablarles de política, nunca el más anclado de los tópicos cortazarianos.

Un momento que nos permita, al mirar a Cortázar en plena acción, desnudar al escritor y ver de cerca, como quien dice, en pelotas, al ser humano que, como cualquiera, carga con su propia falibilidad, esa mortalidad impostergable que mueve el universo cortazariano hacia la búsqueda incesante de lo otro.

Fragmento de una realidad más grande; un cibernauta cómplice ha encontrado el clip que se busca en la película documental de Bauer, un film que contiene momentos de Cortázar durante los primeros años de 1980. El fragmento en cuestión, de 1 minuto y 31 segundos, ha sido renombrado como “Nicaragua.” En el mismo, Julio conjuga el futuro y el presente desde esa enfermedad que, en un año, lo llevará a la muerte. En el clip, Cortázar dice que en poco tiempo viajará a Nicaragua por sexta vez, un país que, en 1983, necesita apoyo y solidaridad. Además, establece que, como escritor, lo único que puede hacer a favor del país asediado es escribir contra lo que hoy conocemos como falsimedia. Desde su máquina de escribir, una Hermes Baby, asegura ir a Nicaragua para reportar sobre lo que calla la prensa oficial, para mostrar lo que el poder no quiere que se vea del país hermano.

Al llegar a la tertulia, estás a punto de sentarte. La cámara te agarra en el momento de bajar; cuando la caída de tu cuerpo a un sofá largo desplaza a los contertulios, quienes te abren espacio. Inmediatamente — primer tic de tu registro defensivo—, te acomodas el pelo con la mano derecha; miras hacia esa misma dirección sin ver a nadie y buscas con desenfreno algo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Te sientas a la vez que te acomodas para mejor seguir hurgando en el bolsillo. Baja la mirada, te concentras en la búsqueda de la mano izquierda. El que está sentado a tu izquierda te dice algo, te da un espaldarazo y tú sigues concentrado en el bolsillo del pantalón, una búsqueda que pronto se revela como parte central del ritual de sacar un cigarrillo, poner la cajetilla en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta; y prenderlo. Pero antes, con el cigarrillo en la boca, mientras buscas el encendedor en el otro bolsillo del pantalón, miras por primera vez, de refilón, a la audiencia que tienes muy de cerca.

Protegido detrás del cigarrillo sin prender que tienes en los labios, escudo de una subjetividad pacifista, miras al público que ha venido a verte; te sabes centro de una atención que, por instinto, no prefieres a la anonimia cotidiana. Es una mirada tímida que persigue, desde una fragilidad íntima, una impresión general del grupo, como el que, por la presión del momento, sólo puede tolerar una dosis mínima de atención, después de la cual se entrega al ritual de la autoprotección.

Una vez calculado el perímetro de la audiencia, una vez compartida tu rápida interioridad de pájaro asustado, vuelves a los tics del animal arrinconado. Te acomodas el pelo con más intensidad en el lado derecho primero y después, de una manera más pasajera, en el lado izquierdo; y te lanzas con todo lo que te queda de timidez, centro del ritual, a prender el cigarrillo con el encendedor que empuñas, una tecnología que no te falla.

Con el cigarrillo prendido en la boca, el humo te envuelve en un aire de mito. Te mueves en dirección a la cámara justo en el momento en que, desde atrás, entra una luz que parece un sol amigo. Quedas de perfil, congelado por pocos segundos, con el cigarrillo envuelto en una humareda propia, iluminado por el sol que te moja el rostro con una luz blanca.

El ritual de presentación ha concluido; te abres al público que te va a escuchar quizás por última vez. Ahora y sólo ahora estás listo para hablarle a tu gente, desde un tú a tú que has negociado con la humanidad de los grandes.



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