Moral y religión

En el prólogo a la primera edición de La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant afirma que la moral “no necesita en modo alguno de la religión”. En la segunda Crítica, que se ocupa del problema de la acción moral, ha quedado establecido que es posible responder a la pregunta ¿qué debo hacer? sin necesidad de recurrir al concepto de un legislador trascendente. La moral, tal como Kant la concibe, se fundamenta exclusivamente en el concepto del hombre como un ser libre; la pretensión de derivar nuestras obligaciones morales de un Ser Superior al hombre es tachada por él como un misticismo desorientador que priva a la razón de su capacidad práctica y convierte al hombre en esclavo atemorizado frente a los dictados de una entidad puramente imaginaria.

Además, si aquello que constituye el fundamento determinante de la acción, consiste en el temor a un castigo futuro o en la esperanza de una recompensa, entonces los actos morales en nada se diferencian de las acciones dictadas por el egoísmo. En suma, pretender que debemos actuar bien porque un ser desconocido para nosotros así lo ha estipulado, significa privar al hombre de responsabilidad moral y equivale a arrancar de raíz lo que constituye el bien más alto de la dignidad humana: la libertad. Por tanto, en orden a actuar moralmente resulta innecesaria toda doctrina religiosa pues no se “necesita ni de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que la ley misma para observarlo.”1

No obstante, unas cuantas líneas más delante Kant señala que “la moral conduce neludiblemente a la religión”2. De dónde proviene entonces la extraña afirmación de que la religión se desprende necesariamente de la moral.

De acuerdo con lo establecido en su ética, Kant señala que la acción moral no deriva su valor del fin alcanzado o propuesto, sino del apego estricto al deber que la razón establece incondicionalmente:

...la moral no necesita... de ningún fin, ni para reconocer qué es debido, ni para empujar a que ese deber se cumpla; sino que puede y debe, cuando se trata del deber, hacer abstracción de todos los fines.3

De esta manera, la representación, en la conciencia del sujeto que actúa, del objeto a realizar no proporciona un criterio válido para juzgar sobre la moralidad del acto. Sin embargo, toda vez que la razón ha establecido la norma de conducta, resulta lícito preguntarse “qué saldrá de este nuestro obrar bien”. En otras palabras, la cuestión que aquí surge es la de ¿qué me es permitido esperar? después de que he cumplido con aquello que la razón establece como norma de comportamiento. Para la determinación de la causalidad de la voluntad no es permitido ni se exige la representación de ningún fin, pero de la determinación de la voluntad de la ley moral tiene que proceder un fin como consecuencia para posibilitar la acción. Si la libertad del hombre es esencialmente un “deber-ser” y un deber ser en el mundo, la tarea filosófica debe investigar las condiciones de posibilidad de su realización en el mundo.

Ahora bien, en su filosofía moral Kant señala que entre la causalidad moral y la causalidad de la naturaleza, no existe acuerdo. Es un hecho de experiencia que el comportamiento moral no lleva consigo la felicidad. Al hombre moral no siempre le va bien y al inmoral tampoco le va realmente mal. Esta experiencia muestra que la posibilidad de la conexión necesaria de moralidad y felicidad, que Kant denomina Bien Supremo, no la proporciona la naturaleza. No se puede esperar ninguna unión necesaria y suficiente para el bien supremo a partir de la observancia más estricta de las leyes morales. El deber impone un fin a realizar y este es inaccesible. Así, la imposibilidad de la conexión entre virtud y felicidad conduce a una antinomia de la razón práctica: la ley moral prescribe incondicionalmente la promoción del bien supremo y éste se muestra imposible en su realización. En la ética de Kant esta antinomia se resuelve postulando la existencia de Dios:

“...puesto que la capacidad humana no es suficiente para hacer efectiva en el mundo la felicidad en consonancia con la dignidad de ser feliz, ha de ser aceptado un ser moral todopoderoso como soberano del mundo, bajo cuya previsión acontece esto, i.e.: la moral conduce sin falta a la religión.”4