¿Kepler en escena?

En su libro La divulgación como literatura, Ana María Sánchez Mora, avezada divulgadora universitaria de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia, aboga por una divulgación científica que aproveche todos los recursos de la palabra escrita, como es propio de las obras literarias. Al mismo tiempo propone devolver a la ciencia las emociones de quienes la practican, emociones que se eclipsan en el documento que reporta los resultados. “Al quitar todo rastro de emoción humana”, escribe Sánchez Mora, “los artículos científicos se reducen a expedientes de los que es imposible extraer el significado de lo hecho y los motivos para haberlo hecho. Lo mismo sucede con la imaginación, la suerte, las dificultades y otros factores, como las conversaciones con otros y la obsesión por resolver un problema”.1

Hace años que sospecho que el teatro es el vehículo de divulgación ideal para explicar “el significado de lo hecho y los motivos para haberlo hecho”. La dramatización teatral podría ser la mejor forma de dar a conocer a un personaje y exponer sus motivos (aunque quizá no se preste tan bien para comunicar resultados específicos, como las leyes de Newton, digamos).

Esa inquietud y un ánimo aventurero intermitente me condujeron a escribir tres o cuatro escenas de lo que sería (¿será?) una pieza teatral acerca de Johannes Kepler y su batalla para encontrar la curva que mejor les quedaba a los datos del movimiento de Marte que recogió Tycho Brahe. Tenía yo la cabeza llena de metáforas para condimentar el asunto cuando mi esposa observó casualmente que Kepler era como el príncipe de la Cenicienta, tratando de encontrar el pie que embonaba en la zapatilla de cristal. El símil me deslumbró. Resumía a la perfección la batalla de Kepler en dos frentes: la búsqueda de la “teoría de Marte”, que durante cerca de ocho años le quitó el sueño hasta que encontró la solución (la órbita es elíptica), y el Mysterium cosmographicum, modelo de la estructura del sistema solar basado en los sólidos pitagóricos, que Kepler había ideado en un destello de inspiración a los 25 años y que guió toda su obra pese a ser completamente falso. Tratando de ajustar la realidad a su quimérico modelo, Kepler encontró las leyes del movimiento planetario que llevan su nombre.

Trabajo en Universum, el museo de ciencias de la UNAM, un lugar muy estimulante y lleno de posibilidades. Universum es un laboratorio de divulgación de la ciencia y siempre me he imaginado que allí es donde se producirá el glorioso estreno de mi obra. Empero, los tiempos que corren no son propicios para intentar locuras. Falta, además, que haya obra que estrenar (que el estreno sea glorioso lo doy por descontado). Pero ¿y qué? Después de todo Franz Schubert y Anton Bruckner tienen sendas sinfonías inconclusas, ¿no? (Me dicen que son inconclusas porque sus compositores se murieron antes de terminarlas, pero quizá yo pueda ahorrarme ese trámite…) .

En espera de mejores tiempos para el estreno en Universum, ofrezco las primicias a los lectores de la Revista Digital Universitaria.

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