10 de junio de 2004 Vol. 5, No. 5 ISSN: 1607 - 6079

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La obsesión terrícola por Marte

Marte es uno de los cinco planetas ya identificados desde nuestros antepasados. Pero, de todos, es el que más nos obsesiona, le hemos otorgado poderes y habitantes amenazantes. En cambio en Venus, el otro vecino cercano, hemos proyectado nuestra macha arrogancia, le hemos atribuido la pasividad y el hechizo de la mujer, tal vez porque aquél se ve rojo y el otro blanquecino. Para el imperio romano Marte era el dios de la guerra, la agricultura y el Estado.

Al parecer nunca nos ha gustado sentirnos solos y por ello a ese planeta le hemos impuesto habitantes inteligentes y belicosos. De nuestras más recientes creencias febriles quizá debamos responsabilizar al astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli quien a principios de la década de los 70 del siglo diecinueve reportó la observación por telescopio de “canalis”. Tal vez una mala traducción al inglés disparó la imaginación del empresario estadounidense, aficionado a la astronomía, Percival Lowell, quien al observar el planeta rojo y predispuesto por los reportes de Giovanni, se convenció de que los canales habrían sido construidos por seres inteligentes. Desde entonces los marcianitos verdes se convirtieron en amenazante pesadilla. Muy pronto, en 1898 el escritor Herbert George Wells les montó biología y tecnología en su novela La Guerra de los Mundos.

Sin embargo, la intención de H.G. Wells no era la construcción social de los marcianitos verdes. La idea del escritor al componer su novela era inducir en la conciencia de los británicos el salvaje comportamiento de su monarquía imperial sobre las tierras conquistadas y colonizadas a golpe de sables, bombardas y arcabuces, ¿qué sentirían los súbditos británicos si en algún momento y sin previo aviso llegaran unos seres desconocidos desesperados por la falta de agua en su planeta, con una tecnología superior a la británica y comenzaran a exterminar a todo lo que se moviera sin poderlos enfrentar con nuestras obsoletas bombardas, arcabuces y sables de acero templado?, ¡y que además nos vieran como alimento!

La novela de Wells era muy verosímil, no en vano tuvo formación en física. En su novela, las primeras evidencias de actividad inteligente en Marte le fueron proporcionadas al protagonista por astrónomos amigos suyos, quienes con el espectrógrafo de sus telescopios habían identificado destellos como si algo hubiera sido lanzado y propulsado por combustibles fósiles desde la superficie del planeta rojo. Los invasores tenían además una biología también verosímil, carecían de aparato digestivo, su proceso evolutivo les había permitido obtener las sustancias nutritivas directamente del torrente sanguíneo de sus víctimas ahorrándose el colgadísimo proceso digestivo con sus complicados procesos enzimáticos de desdoblamiento molecular para obtener sustancias nutritivas y desechar el sobrante. Los terrícolas (acusadamente británicos) no logran derrotar al invasor, en cambio los diminutos virus de la influenza son quienes eliminan a los marcianos a catarrazos. Don Herbert no logró los efectos deseados y los lectores se quedaron mejor con los indeseados, el imperio británico se siguió comportando salvajemente y los invasores marcianos se arraigaron no sólo en el imaginario británico, sino en todo el orbe, pasando por la orquesta cubana de Enrique Jorrín con sus marcianos que llegaron (a la Tierra) bailando el ricachá, que es como llaman en Marte al cha cha chá.