Revista Digital Universitaria
10 de octubre de 2006 Vol.7, No.10 ISSN: 1607 - 6079
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Cuando tenía 14 años comencé a interesarme seriamente, incluso obsesivamente, por los fractales. Aprendí a entenderlos lo suficiente como para crear pequeños programas en computador que los generaran gráficamente (árboles, cerebros u objetos más rectangulares). Imprimí cientos de ellos y los pegué en el techo de mi cuarto. A los 17 años tuve una pequeña gastritis que me despertaba por las noches con inmenso dolor. Recuerdo que sentía, entre el sueño, la fiebre y el horror, que crecían fractales en la boca de mi estómago y se expandían por mi cuerpo. No creo que mucha gente se haya entusiasmado con los fractales hasta tal extremo (finalmente éstos ayudaron a guiar mi futuro profesional y hoy en día me resultan casi cotidianos). Sin embargo los fractales han seducido a una gran cantidad de personas, allende el mundo académico y científico. Son, digamos, muy populares. La propia palabra fractal -que el diccionario de Word no reconoce y llena de tachones rojos este texto- se puede oír en conversaciones profanas, en la televisión, el cine. Representa uno de los escasos temas de la matemática que puede despertar interés a casi cualquier persona; esto es algo que he comprobado personalmente.

Si escribimos en el Google la palabra "fractal" éste nos retorna más de 21 000 000 de páginas en las que se menciona, algo más que las 18 000 000 que aparecen al escribir "Steven Spielberg".

¿Qué tienen entonces los fractales para atraer la curiosidad, para gustar tanto? Planteo aquí una lista de cualidades en las que creo reside su tremendo atractivo, su inmensa popularidad.

 
   

 

 

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