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Cuando
tenía 14 años comencé a
interesarme seriamente, incluso obsesivamente,
por los fractales. Aprendí a entenderlos
lo suficiente como para crear pequeños
programas en computador que los generaran
gráficamente (árboles, cerebros
u objetos más rectangulares). Imprimí cientos
de ellos y los pegué en el techo de
mi cuarto. A los 17 años tuve una
pequeña gastritis que me despertaba
por las noches con inmenso dolor. Recuerdo
que sentía, entre el sueño,
la fiebre y el horror, que crecían
fractales en la boca de mi estómago
y se expandían por mi cuerpo. No creo
que mucha gente se haya entusiasmado con
los fractales hasta tal extremo (finalmente éstos
ayudaron a guiar mi futuro profesional y
hoy en día me resultan casi cotidianos).
Sin embargo los fractales han seducido a
una gran cantidad de personas, allende el
mundo académico y científico.
Son, digamos, muy populares. La propia palabra
fractal -que el diccionario de Word no reconoce
y llena de tachones rojos este texto- se
puede oír en conversaciones profanas,
en la televisión, el cine. Representa
uno de los escasos temas de la matemática
que puede despertar interés a casi
cualquier persona; esto es algo que he comprobado
personalmente.
Si
escribimos en el Google la palabra "fractal" éste
nos retorna más de 21 000 000 de páginas
en las que se menciona, algo más que
las 18 000 000 que aparecen al escribir "Steven
Spielberg".
¿Qué tienen
entonces los fractales para atraer la curiosidad,
para gustar tanto? Planteo aquí una
lista de cualidades en las que creo reside
su tremendo atractivo, su inmensa popularidad.
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