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Revista Digital Universitaria
10 de abril de 2007 Vol.8, No.4 ISSN: 1607 - 6079
Publicación mensual

 
     

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Rincón de Pantagruel
Por R.J. Carlton1

La comida china empieza por ser un exotismo televisivo. Un lugar común, empacado en oblongas cajitas blancas, que alude a una voluntad de excepción, en su naturaleza casi filosófica de asumidos señalados con voces aprendidas con fervor conductista: ¿chow mein?, diría uno. Chow mein, sería la respuesta, maldito Chow mein, seas lo que seas.

Fue con mi tío Chuy, en la remota Torreón, que accedí al misterio de la cocina china. Dadas las referencias, la suponía esplendorosa. Y como ocurre muchas veces cuando se tienen doce años, resultó más bien decepcionante (entrañable ahora, visto todo en la distancia, pero no muy agradable en su momento). Enseñado a la sincresis, por consumir enchiladas suizas de manera más que recurrente en mis visitas a los restaurantes, la aventura estaba en un restaurante chino (El Dragon de Oro, para más referencias) y frente a un arroz al vapor —que se sostenía incomensurable, como montoncito moldeado por una taza— no pude sino pensar, al probarlo, que los chinos eran más bien desabridos. Aunque he desarrollado cierta pericia con los palillos no recuerdo haber sido muy eficiente con ellos (no era costumbre, como ahora, prepararle a los niños los palillos con una liga para que los manipulen como la pinza esencial que son), lo que me hacía concluir que, además de desabridos, se complicaban mucho la existencia.

No hubo un verdadero conflicto con el arroz al vapor. Diré que era lo suficientemente exótico, más si le añadían algunos goterones de salsa de soya (salado portento al que consideré infame por años). Pero entonces llegó el Chop Suey y yo, en la expectativa que me provocaba conocer finalmente un plato tantas veces referido por dibujos animados, no pude sino sentir decepeción frente a tales germinados de frijol encaldados; adornado por una exhuberancia excesiva de verduras y raíces (a cuya generalidad no era muy adepto, tan especialito yo). Vine a asesinar toda pretensión de hacer de ese decorado vegetal algo consumible, al bañarla con exageración infantil en esa salsa que aborrecería, con esa vocación por condenar lo inmediato que se tiene cuando niño (no volvería a probarla sino hasta que se hiciera costumbre remojar Makis y Sashimis —otra cultura, totalmente distinta— en tales preparados), pero que me salvaría, en mi pataleta, de seguirlo consumiendo. Llegué a escuchar cierta historia al respecto de que los chinos, en venganza por la explotación sufrida a manos de los gringos durante la segunda mitad del siglo XIX (en eso que conocemos romanticamente como viejo oeste), llevaron a la mesa, como plato para su consumo, el Chop Suey que hasta entonces era considerado alimento para animales. No me hubiera sorprendido que fuera verdad, he aprendido con el tiempo que si los chinos son desabridos, es de otro modo.

Esa vez, sin embargo, después de tan craso platillo, llegaron en mínimas fuentes metálicas, adornadas con tanta nefanda verdura, otras especialidades, de las que me obligaron a probar lo que luego aprendería a conocer como Cerdo agridulce. He de confesar que no me supo mal, nada mal y que en un primer momento no tenía demasiado sentido saber cómo se llamaba. Sabía como se llamaba el Chop Suey y entonces no tenía mucho sentido haberlo sabido. Tampoco tiene sentido saber ahora, por ejemplo, que tales salsas tienen como base vil y rudimentario ketchup (aderezo al que me sentía obligado para casi todo, por ese entonces). Esto me confirma, de algún modo, que para nosotros —bárbaros occidentales— la comida china no deja de ser una suerte de evasión infantil, una debilidad que nos hace excepcionales.

 
   
 

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