Revista Digital
  • Primero fue la bruja...
  • Después fue la cegadora lluvia...
  • Mi última pesadilla...

Ilustración: Ricado García Paredes

Primero fue la bruja de las noches. Entraba sin permiso a mi cama y besaba alguna parte de mi tierno cuerpo: muslos, espalda, mejillas, abdomen. Al menos un mes entero soñé con ella y cada mañana despertaba con una gota morada en la piel. Creí que la bruja era la muerte, que antes de dormir esperaba junto a mi cama, en la noche, ella y yo solos, nadie más; creí muchas veces que me aguardaba bajo las sábanas con los labios tan grandes como de fruta.

Recuerdo la noche cuando la bruja se apareció por última vez, era domingo. Como siempre, fui a la cama minutos antes de las dos de la madrugada. Miré la hora: antes de las 2, marcaba el reloj.

(Tenía una llave y no era para salir, sólo para meterla en el cerrojo. Pensaba en la justa copulación del sexo del cerrojo y de la llave.)

Una mordida fue lo que me dejó la bruja. Me escurrí en la cama que, a diferencia de las mujeres, permanece tibia por siempre, tal vez sea el único placer eterno. El sueño fue extraño. Yo y un hombre de rostro que aún no descifro conversábamos sobre cualquier cosa. Hasta que lo vi a los ojos me preguntó: <<¿seguro que está aquí?>>. Sin admirarme de su pregunta ―en los sueños nada es extraño, sólo la vigilia― le respondí que… y antes de decirle que <<sí>> o <<no sé>>, incluso antes de pensar en una respuesta, mis ojos me forzaron a voltear del lado donde suponía estaba un escritorio o una mesa. Allí estaba la bruja de las noches, y ni siquiera me dio tiempo de despertar mis párpados para negarle la entrada. Entró. Me apretaba por dentro, no sólo adentro de mi sueño, sino adentro de mí; sentí su pulgar amenazador varias veces en el cuello y justo ahí mordió. Desperté aterrado y con el miedo hecho sudor, desperté por el dolor y porque necesitaba aire de éste que sólo en vida se gasta.

(Una soga atrapó mi cuello y parecía atraerme como el mar alguna vez atrajo a mi abuelo. Las voces eran tenues. No sé si era la muerte o sólo unos abismales ojos que acortaban la distancia entre ellos y yo, como el que está a punto de perder un tesoro atado a una cuerda y tira con tantas fuerzas. Tesoro y cuerda, otra vez ella que enreda sus brazos al cuerpo virgen y deseado de él.)

Mi abuelo colmó sus horas buscando ese amor que le pertenecía. Pobre abuelo, la buscó tanto y sólo hasta su final supo que ella estaba en ese límite, en ese fin suyo. Cuando la encontró y cuando reconoció que era ella, se resignó a morir como el que se resigna a llevarse a todos lados. Mi abuelo refería que el mar de sus sueños era la mar, ella, y que algún día podría ir hasta las olas donde, sin explicárselo, se hubiera dejado caer para que la mar lo apresara como sólo las olas lo saben hacer.


 

Después fue la cegadora lluvia, ya anunciaba la llegada de la última pesadilla, la que no me atrevo a ver y que siento en mi carne. Ahora creo que mi abuelo me preparó para todo esto. Cuando despertaba, no perdía tiempo e iba a verme para olvidarse de la historia de ese día; yo, por el contrario, nunca lo hice, nunca supo de la bruja, mucho menos de la lluvia, ya estaba muerto. (Aún lo está, la muerte es un río.) Luego de relatarme sus noches, regresaba a la ventana de la casa y así, en soledad, urdía nuevos sueños que pudieran sorprenderme la mañana siguiente. Era tal su pasión por los sueños que al final se convirtieron en un reto: primero fue saber qué soñaba dentro del sueño, dijo que había sido fácil; más tarde fue hablar en sueños y que los de afuera lo escucharan, yo mismo lo oí. Aprendió a contar sus sueños mientras soñaba, cada color o cada destello o cada negro lo describía con minuciosa calma. El sueño era suyo y era una lástima que no fuera femenino, porque él y los sueños eran la pareja perfecta. Tejía los sueños en el día y los recordaba bajo el sopor de la almohada; pero hay algo que no pudo hacer y en eso sí tengo ventaja: regresar a la realidad sin abrir los ojos, despertar a la hora elegida; no pudo oler el miedo que transpira el cuerpo, mucho menos sacar los sueños a la realidad.


Soñé la lluvia dos días. El primero fue terrible porque afuera y tras mis ojos era el frío, además de que mi ropa caía por el peso del agua. Llovió en el sueño y llovió en la casa. Mi ropa, las sábanas, las dos cobijas, todo mojado; escurría el agua hasta la puerta y como un fugitivo del encierro se deslizaba sin hacer ruido. (<<Silencio, silencio, y adentro llueve y adentro estoy preso, y quiero salir>>), así desperté. El segundo día soñé que caminaba a través de un lato bosque, de esos que no sabes si estás de cabeza o de lado porque se confunde con el cielo. De todas direcciones me abatió la lluvia; el aire se encargaba de subirla y bajarla, ninguna gota murió en tierra. El miedo llegó cuando me pregunté qué estaba del otro lado de ese mar, qué o quién, quién rondaba mis pasos, quién era ella que apretaba mi vida. Temí morir en sueños sin ver siquiera el desgaste de la piel, como hubiera sucedido si moría a causa de la bruja. La lluvia me retuvo por mucho tiempo y detrás de esa cortina cristalina alguien estaba viéndome y no se atrevía a entrar o no quería entrar. Los sueños aprendieron a torturarme.

 

(Mi abuelo quería que su femenino fuera la mar. Él y la mar inmensa, perfectos. Cuando supo que su femenino era la muerte no tuvo nada que hacer y corrió a ella, sin más, sin decirme adiós. Sé que en ese momento la muerte no trazó una línea sobre él, esperó a que él mismo lo hiciera.)

Ilustración: Ricardo García Paredes

Mi última pesadilla está por llegar y hace cuatro días que no duermo. La vi venir desde el principio y hasta ahora no he urdido un plan para matarla. ¿Los sueños pueden morir? Hace cuatro días estoy alerta, mis párpados me exigen un pequeño descanso, pero no cedo. Opté por recorrer la casa, después de todo nunca lo había hecho. Al principio fatigué mis pasos sin algún entusiasmo y me puse feliz por ese otro mundo representado por un pequeño exterior. La casa tiene un enorme jardín donde los rayos del sol pican a tierra a cualquier hora del día; el pasto es verde y crece solo, solo y hacia arriba. Desde la azotea de la casa el cielo se ve mejor, es inmenso y deseé tanto ser como mi abuelo para urdir un nuevo sueño cada noche. <<Quiero soñar con el cielo>>. La casa tiene dos cuartos: uno, el de mi abuelo ―su cuerpo aún permanece ahí―; el otro es el mío. Además de los dos cuartos, hay un espacio donde supongo debió estar una silla anciana; de la cocina sólo queda la fría estufa que parece una roca enorme encogida de hombros.

El cuarto día, hoy en la mañana, descubrí un espejo en la habitación donde descansa mi abuelo. Para mi desgracia, el espejo me mostró un cuerpo hecho de pesadillas. Me acerqué a él para verme mejor y pasé mi mano por esa otra cara desconocida, ahí estaba la bruja de las noches escondida tras el párpado. Decidí alejarme del espejo y del mundo y del cuarto de mi abuelo que me mostraba ese mundo y de este sueño que traigo; decidí alejarme y decidí dormir.

La última pesadilla es un animal que en mis horas de sueño y otras de desvelo lo fui perfeccionando. Es una criatura de aspecto lóbrego, aciago, verde, y estoy seguro de que proviene de ese cielo maldito de luz que embelesa primero para luego agredir la vista, esa otra luz mínima repartida entre las personas. La criatura. La siento bajo mi piel y se mueve con el ritmo de la sangre, la siento colgada de la cuerda de las sienes ansiosa ya por salir. Ni la bruja ni la lluvia me encarcelaron de esta forma. Sé que si elijo dormir saldrá de mi pecho y se posará en él (ella y mi pecho, la llave por fin se retira para abrir la puerta, deja de penetrar para ser libre y olvidar un vacío justo donde el corazón golpea); antes de que yo despierte la sentiré latiendo con dos luces de espejo que me miran fijamente y no podré evadir su mirada. No quiero dormir y ahora me refugio en la vigilia, antes lo hacía en el cuerpo de mi abuelo. Sigue vivo, lo sé, pero no despierta. La muerte le ha dado el placer de soñar siendo cadáver.

Luego de verme en el espejo, pretendí quitarme los ojos y negar el azul tan azul y el verde y el cristalino color de ese espejo; pensé en matar mi propio sueño y esa idea me llevó hasta este momento… ya veo noche. Todavía no quiero dormir, alargo los instantes y alcanzo el quinto día y escribo. Cuando llevé a mi abuelo hasta su cama encontré unas hojas sueltas y una pluma con una breve vigilia de tinta. Escribo y mi reloj marca antes de las 2, como siempre; escribo para no rendirme y para que en cada espacio repita mi plan de matar a la criatura que está por llegar…

(La escucho respirar en mi pecho. Sé que me observa.)



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