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El siguiente trabajo de revisión se orienta al nuevo libro del profesor Hans Belting, un reconocido antropólogo alemán dedicado al análisis de la imagen como forma de relación social. Su trabajo titulado Antropología de la imagen fue publicado por vez primera en español en el año 2007 por Editorial Katz. En dicho trabajo, su autor analiza desde las diferentes imágenes relacionadas con el culto a los muertos (en la antigüedad) hasta las imágenes contemporáneas digitales o “virtuales” plasmadas en la fotografía o el cine. Es difícil calificar un trabajo de la envergadura del escrito por el profesor Belting pero de hacerlo, podríamos clasificarlo en la rama de la filosofía antropológica.

 

Una historiografía de la imagen

En el primer capítulo, el autor intenta dar una definición sobre ¿qué es la imagen?, en forma inicial el autor advierte “una imagen es más que un producto de la percepción. Se manifiesta como resultado de una simbolización personal o colectiva. Todo lo que pasa por la mirada o frente al ojo interior puede entenderse así como una imagen, o transformarse en una imagen.” (Belting, 2007:14)

 

Para Belting, el “que” se encuentra vinculado al “cómo”; en efecto, la imagen no sólo habla de su constitución ontológica sino también del medio o soporte que la transfiere y la difunde. De esa forma, existe una inseparable relación entre la imagen y los medios de comunicación la cual amerita también ser analizada. La distinción entre uno y otro despierta la conciencia corporal. El cuerpo no es exclusivamente un medio de imagen sino también un productor de la misma. La imagen se ubica más cerca de la realidad que en la forma del ser; por tal, la sustancia orgánica no puede ser transferida en imágenes externas. Según el autor, la dicotomía entre cuerpo e imagen explica el horror causado por los muñecos en tamaño natural.

 

La imagen, lejos de poseer un cuerpo, requiere de un medio para presentarse y re-presentarse a sí misma; en el antiguo culto a los muertos, se intercambiaba por el cuerpo en descomposición un recordatorio (duradero) en barro o piedra. El renacimiento y la historia del arte como disciplinas, excluyeron de alguna manera “todas aquellas imágenes que tuviera un carácter artístico incierto”; como ser las máscaras funerarias. En este sentido, Belting advierte “el dominio de la imagen de muertos en la cultura occidental cayó completamente bajo la sombra del discurso del arte, por lo cual en todas partes en la literatura de investigación se encuentra uno con material sepultado”. (ibid: 22).

 

La producción de imagen es un hecho simbólico, colectivo y netamente material producto de la modernidad; el medio el cual la transporta le otorga una superficie con un significado y una forma perceptiva. Pero Belting es consciente, que la imagen es mucho más que una producción estereotipada; e insiste en clasificarlas en externas e internas. Las imágenes exteriores son creadas por un soporte determinado, mientras las internas son procesadas por el propio aparato perceptivo. El poder institucional opera sólo con imágenes externas por medio de la fascinación de los medios tecnológicos que en algunos casos seducen (o lo intentan) al espectador; empero en otros consiguen el efecto inverso. La división dialéctica entre medio e imagen es la pieza clave que le permite al autor todo el desarrollo posterior de su libro.

 

La imagen digital, como un espejo, se constituye en la utopía del hombre, al proveerle (al cuerpo) aquello que no es pero que de alguna manera anhela ser. El espejo, como medio captura la imagen y la devuelve según nosotros la percibimos. Belting sostiene que desde su creación, diferentes mecanismos han tratado de imitar su función (como por ejemplo la pintura). Por otro lado, se instaura un la mesa de debate un punto importantísimo: ¿cómo diferenciar un medio verdadero de un medio portador?.

 

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El medio y la imagen

Cuando un medio es utilizado por el cuerpo para plasmar una imagen, se está en presencia de un medio portador mientras que por el contrario el medio verdadero es el propio cuerpo captado por alguna tecnología (misma analogía establece Belting entre lenguaje y escritura). Asimismo, la imagen externa ajena al cuerpo y su experiencia, se le da mayor credibilidad; a través de los medios de comunicación construimos nuestra propia realidad tomando fragmentos de ella según nuestras propias intenciones. Se rompe definitivamente la relación entre medio y cuerpo para orientarse hacia un auto-expresión del medio sobre el sujeto. El cuerpo puede convertirse en anfitrión de una imagen, como los clásicos cultos espiritistas invitan al espíritu a manifestarse en sus cuerpos; una especie de proyección del propio cuerpo en la imagen.

 

Sin embargo, el medio de la imagen adquiere la naturaleza inversa: escapamos de nuestro cuerpo para proyectarnos en un espacio mediático a través de la verosimilitud. La animación se convierte, de esta manera, en la encargada de darle vida a esa imagen fuera del propio cuerpo. Una máscara o un vestido puede ponerse o quitarse de un cuerpo sin que sus características varíen; por el contrario, en el cine como con el espejo, existe una objetivación de imágenes mediante roles específicos asignados previamente.

 

La pintura, significó (en la historiografía de la imagen) uno de los primeros mecanismos por el cual el hombre pudo ejercer el control total sobre un medio o paisaje virtual. A diferencia del libro, en donde el sujeto indaga e imagina decodificando una realidad que se encuentra sólo en quien escribió, en la pintura se reproduce una mirada “estandarizada” de un cuerpo. Uno de los mayores interrogantes teóricos, que plantea Belting es la desvinculación entre cuerpo, medio e imagen por medio del movimiento o su ausencia. En el cine, el espectador, sigue las diferentes escenas sin moverse físicamente sino sólo en el medio por el cual se producen; pero estas imágenes internamente percibidas difieren taxativamente con referencia a otras manifestaciones como los sueños.

 

Como interrogante intermedio, Belting propone una relación entre las imágenes antiguas (pérdidas) y las actuales (rememorables) como forma de nuestra vida visual cotidiana. Según esta postura, toda imagen se construye por medio de una evocación (o huella mnémica) del pasado reconfigurada y re-significada acorde a un nuevo entorno que la da nacimiento. Aunque una imagen no surja de la misma técnica, rememora la intermedialidad de la historia. Es decir, un paisaje se asemeja en su escenificación a una fotografía y esta una animación 3D. Una imagen está sujeta a la “ley de las apariencias” pero se afirma ontológicamente, a través del medio que la proyecta y le da forma en el mundo social y cultural. En sí, no es la imagen aquella que crea el cuerpo, sino es éste quien le da forma a la imagen. Tanto las imágenes sentidas (internas) como las mecánicas van sufriendo mutaciones y alteraciones a través de la historia y de las estructuras políticas que las manipulan. El esquema dualista presupone erróneamente, que una imagen en la mente se distingue de aquella en una pared; y esto dice Belting no es tan simple de distinguir. No todas las imágenes significan lo mismo para todos y en todos los tiempos, por lo que el autor invita a una reflexión histórica y no necesariamente mediática de la imagen; en este punto su postura se configura como una perspectiva novedosa e interesante de analizar.

 

Planteados los interrogantes teóricos troncales, Belting se propone a responderlos; ¿pero como lo hace?.

 

En el capítulo segundo, el autor hace expresa referencia al hombre como un lugar natural de imágenes, en donde éstas toman sentido en forma reflexiva. Pero más específicamente, Belting usa un modelo analítico que le permite responder a la pregunta fijada, (aunque más no sea tentativamente); si bien la percepción es un mecanismo de sentido interno (y esto es algo incuestionable), la transmisión y la pervivencia de las imágenes en las culturas o los grupos humanos, explican por medio de la voluntariedad y la involuntariedad porque estas desaparecen, re-aparecen o persisten. “La transmisión es intencional y consciente, puede convertir las imágenes conductoras oficiales como la Antigüedad en el Renacimiento, en modelos para una orientación. La pervivencia, sin embargo, puede ocurrir a través de medios ocultos e incluso en contra de la voluntad de una cultura” (ibid: 74).

 

Ambos elementos conforman la memoria cultural de un pueblo pero también su capacidad del olvidar. Ante una imagen proveniente del exterior, tendemos a aceptarla como real mientras que ante otra demostramos nuestro rechazo. A su vez y al igual que el cuerpo, el espacio geográfico también adquiere a la imagen y ésta al espacio. La pertenencia (identidad) hacia un espacio puede construir una impresión en sí, como también el espacio puede ser creado en la impresión de la imagen y en consecuencia generar identidad.

 

El término usado “lugares de lo carente de lugar”, se refiere a la imagen de lugares que nunca hemos visitado; espacios, creados por los medios, e internalizados sin desplazamiento alguno o espacios desaparecidos y rememorados alternativamente como nuevos lugares. Influido por la polémica etno-filosofía de Augé, Belting pre-supone sin prueba previa, que las imágenes ya no pueden ser (como las culturas en Augé) antropológicamente ubicables (pero el cual Belting desarrolla más satisfactoriamente que el antropólogo francés).

 

La posición propuesta por Belting, en la transmisión y la pervivencia visual es un gran avance al problema planteado, pero al igual que Augé, éste no puede precisar los motivos específicos (cuantitativamente) de cuando una imagen desaparece o persiste. Si se quiere, tampoco establece reglas fijas las cuales permitan o intenten especificar bajos que variables ambientales se explica la desaparición y re-aparición de una imagen en una cultura (Korstanje, 2006).

 

Por el contrario, para Belting la experiencia es una conjunción de lugares orientados cultural e institucionalmente lo cual implica una pregunta esencial ¿toda imagen es recuerdo e implica haber estado ahí?.

 

Este razonamiento da pie para hacer una distinción interesante entre la memoria y la imaginación colectiva. En este punto, el olvido sirve para recordar; pero la imaginación excluye a la memoria. En términos simples, el museo y el cine resumen en gran parte esta explicación: en un museo coexisten tanto imagen como lugar, pero esas imágenes corresponden a otra época “convirtiéndose” en signos que nos ayudan a recordar. Todo lo expuesto en ese espacio, es considerado como parte de otro tiempo que ya no es parte del actual; sin esos íconos no habría posibilidad de recordar. Pero este ejercicio nemotécnico (recordar) se “ve amenazado” cuando se ficcionaliza la realidad por medio de la imaginación. En ese contexto, afirma Belting no sólo que se pierde la noción de recordar sino que su capacidad de ejercicio se torna ficticia. Luego, Belting para reforzar su hipótesis trae a colación al sueño y a la análoga posesión espiritual donde se da una tensión entre imaginación y realidad. Otro ejemplo, lo proporciona el cine donde “el espectador se identifica con una situación imaginaria, como sí el mismo participara de la imagen. Las imágenes mentales de quien asiste al cine no puede distinguirse tan claramente de las imágenes de la ficción técnica” (ibid: 94).

 

En una etapa posterior, el autor critica la posición de Augé en considerar una potencial invasión de la ficción en el mundo real. Belting sostiene “el propio Augé quien afirma esto, tiene que admitir que una imagen no puede ser otra cosa que una imagen” (ibid: 102). Si bien hay un poder en la imagen, éste se lo otorga la propio sujeto; por otro lado, hay que diferenciar entre la ficción y lo imaginario. En este sentido, la producción de lo imaginario obedece a un proceso social mientras que la ficción es una creación tecnológica. En pocas palabras, la imagen puede estar producida por una cámara fotográfica o por un proyector, la capacidad de apropiarla como real es una habilidad del sujeto. La misma dinámica se observa en la oposición entre el mundo local (con sus imágenes propias) y el global (con las estandarizadas). Nada puede garantizar la imposición en uno u otro sentido como lo comprende Augé.

En la red se abren espacios de fantasía y una libertad de comunicación irrestricta en la que los usuarios se sienten como seres recién nacidos. Ahí emplean máscaras digitales o rostros refaccionados, detrás de los cuales creen que cambian su identidad. El ciberespacio pone a disposición del juego de la imaginación un lugar seguro, en el que los participantes juegan con un yo distinto de aquel con el que pueden hacerlo en el mundo físico (ibid: 105).

Explica el profesor Belting, que una de las características del chateo es la gran conflictividad entre la imagen medial (construida como relación virtual) y la imagen corporal (cuando se conocen personalmente). En ello se diferencia, el cine, la pintura o la fotografía de la interactividad virtual; mientras que en el primer caso permite un encuentro del yo con su imaginación, en el caso los medios interactivos pueden paralizar la fantasía, pervirtiendo la fe en la imagen.

 

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La representación de la imagen


En el capítulo tres, el autor desglosa analíticamente conceptos relacionados al problema de la imagen, como el cuerpo, el ser humano y la representación. Siguiendo la misma línea de pensamiento, Belting sugiere “la historia de la representación humana ha sido la de la representación del cuerpo, y al cuerpo se le ha asignado un juego de roles, en tanto portador de un ser social” (ibid: 111). De esta manera, persona, cuerpo e imagen se constituyen como tres elementos inseparables in strictu sensu. Asimismo, el autor presenta la realidad del cuerpo como una forma de dominación política; los totalitarismos (europeos y no europeos) fueron construyendo imágenes estereotipadas de realzamiento del propio ser nacional mientras aniquilaban masivamente a los “otros” corpóreamente extraños. Bajo parámetros de belleza y fealdad, se encapsulan ciertos guiones culturales con plenos intereses ideológicos y políticos.

Por otro lado, el antropólogo alemán hace una división conceptual entre la imagen representada y representante; cuando un rey, por muerte o deterioro natural, no podía aparecer en público, en muchas monarquías se acostumbraba a manifestarlo en un cuerpo artificial. El cuerpo propio del monarca, simbolizaba un rango el cual era perpetuado por medio de la imagen representada; una vez terminado el ritual la imagen representante se guardaba cuidadosamente para la próxima ocasión. En este contexto, los cuerpos naturales cedían su representación a los cuerpos en imagen; aunque difícilmente éste último pudiera gobernar o trazar estrategias políticas. La tesis central que se presenta, en consecuencia, en el transcurso del trabajo tiene más que ver con una crisis de las imágenes que de la humanidad o del cuerpo en sí mismos.

 

En el capítulo cuarto, Belting traza una fina relación entre la pintura o el retrato y el escudo de armas de los caballeros medievales. Particularmente, en el caso de los escudos heráldicos se observa el signo de un cuerpo caracterizado por toda una línea de parentesco. Pero tanto uno como el otro, correspondieron como formas extensivas (medios) del cuerpo; así la semejanza en la técnica implica una diferencia en su uso simbólico. Más allá de los detalles específicos que el autor presenta, los escudos de armas fueron configurándose en verdaderos medios de representación cuando su portador no podía hacerse presente, sea en un concurso de caballeros o en una contienda bélica.

 

Para el caso, los escudos se constituyeron en verdaderos símbolos de identificación genealógica, mientras los retratos se referían a un cuerpo vivo con una fisonomía específica. Los escudos y blasones, se manifestaban en aquellos lugares en donde los señores no podían hacerlo dando origen a los principios de jurisdicción (soberanía territorial) en cuanto a derechos sobre los demás y para sí. La imagen personificada por el retrato, también representaba al Señor pero en forma “corporizada”. En otros términos, el escudo y el retrato se oponen dialécticamente, similares en cuanto al medio de representación (debido a que ambos pueden ser plasmados en un cuadro u otro medio) pero diferentes en cuanto a sus funciones: simbólica (escudo y blasón) y estética (el retrato); aunque finalmente el retrato termina reemplazando al escudo como manera de rememoración del corpus in absentia. La tecnificación burguesa supone que el retrato abra la ventana hacia el medio traspasando y participando en la escenificación mientras que el escudo sólo fija estáticamente una territorialización política feudal.

 

En los últimos tres capítulos, quizás los de mayor profundidad teórica de todo el trabajo, el autor hace referencia a la relación entre imagen y muerte. En la modernidad, la antigua fuerza simbólica de las imágenes para con la muerte parece haber desaparecido; “no sólo hemos dejado de tener imágenes de la muerte en la que nos sea forzoso creer, también nos vamos acostumbrando a la muerte de las imágenes, que alguna vez ejercieron la antigua fascinación de los simbólico” (ibid: 178). Relación dura si se quiere, pero esclarecedora en su desarrollo; según Belting el origen de la imagen (como forma social) se relaciona a la encarnación de los muertos; en su rememoración el difunto continuaba presente por medio de la pervivencia y la transmisión (tan censurada por la ilustración). Análogamente, la imagen hace aparecer algo que por su ausencia no está ahí; así “el muerto será siempre un ausente y la muerte una ausencia insoportable” (ibid: 178).

 

Ese es el motivo que explica porque las sociedades han ligado la memoria de sus muertos -quienes no están en ningún lado- a un lugar específico cuya formación simbólica se origina en la imagen. Esta es la forma de hacer comprensible, aquello que por su ontología no lo es. Es posible, como advierte el autor, que la necesidad de una imagen hubiera sido una forma profiláctica de evitar la desintegración social una vez acaecida la muerte; en efecto, la trascendencia del estatus y rango del muerto podría suponer un mantenimiento del orden jerárquico anterior (una representación en rango y forma y no sólo un mecanismo compensatorio).

 

En consecuencia, el culto a los muertos debe comprenderse, no como una práctica esotérica antigua, sino un mecanismo (aún moderno) el cual exige la presencia en un medio de una ausencia en imagen. Un nuevo rostro simbólico que sirve de puente semiótico (comunicacional) entre el mundo de los vivos y los muertos (como en la modernidad puede serlo un rito espiritista o de posesión). Con el advenimiento del recuerdo por la imagen individual, las costumbres relacionadas a este culto comenzaron a desvanecerse. Con este nuevo ritual, el retrato personal se predispuso a cerrar la brecha que el culto a los muertos había abierto entre medio e imagen. En éste último, el vínculo entre la persona (cuerpo) y la imagen se significa por la apariencia la cual simboliza una presencia; el cuerpo es sustituido por la semejanza en vida. Por el contrario, en la imagen medial, según el profesor Belting, ese abismo creado originalmente por estos arcaicos cultos se cierra. De esta manera, el artista reemplaza al mago fundiendo en una pintura la imagen pintada, el medio para la pintura.

 

Por otro lado, Belting asegura:

 

La catástrofe de la muerte es sustituida por el control de la muerte, cuando la comunidad recupera el orden mediante un acto festivo. En esta ceremonia, el muerto encuentra su lugar en el entorno social. En sociedades arcaicas, esta repetición de la muerte es un rito de iniciación clásico, un rite de passage, similar a cuando el nacimiento es repetido ceremonialmente durante la aceptación de la fraternidad masculina (ibid: 194).

 

Con respecto a estos ritos de iniciación, si bien el bautismo cristiano es un buen ejemplo surge una pregunta al respecto. ¿Por qué para un bautismo moderno existe una tendencia a fotografiar a los actores en el caso de una ceremonia fúnebre no?, ¿cómo responde el marco teórico de Belting a esta cuestión?.


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Reflexiones finales


Una respuesta tentativa, sería que la fotografía en el rito bautismal cumple la función de la tumba en el fúnebre: imágenes del recuerdo. En un entierro, el grupo intenta controlar la intempestiva presencia de la muerte; en este aspecto, se utiliza un medio como forma de perpetuación del orden social; en el nacimiento también surge un desequilibrio en el orden social, el hijo es padre, el padre es abuelo y se da así la bienvenida a una nueva generación de miembros. El medio destinado para perpetuar y controlar la situación parece ser la imagen fotográfica. Si bien este tema no es trabajado directamente por el autor y se presta a ciertas especulaciones, surgen ciertas incongruencias en y con el desarrollo de Belting.

Ahora bien, el autor considera que el retrato personal, categoría en la cual podríamos poner a la fotografía, cierra el abismo entre medio e imagen. Asimismo, el culto a los muertos es reemplazado (edad media) por el retrato. Por el contrario, la tumba o el cementerio reflejarían una disociación en la imagen y el cuerpo, vinculada a través de la lápida o la inscripción fúnebre. Es ontológicamente difícil asemejar un bautismo a un sepelio desde el momento en que en el primero domina la imagen medial (foto) mientras en el segundo, la imagen representante (lápida); aun cuando a grandes rasgos se vislumbra su función como similar: preservar la cohesión grupal. Quizás sí, haya referencia directa entre la tumba y el souvenir, tanto en uno como en el otro ritual; pero indirectamente no lo hay para con la fotografía, aunque en las tumbas puedan observarse también fotografías de quien en vida fuera el difunto.

 

El antropólogo alemán no va a responder directamente a esta pregunta sino por medio de su análisis sobre el culto a la muerte en Egipto antiguo, resaltando la diferencia entre la momia y la imagen de la momia; en donde como bien afirma:

 

el término en sí mismo es confuso, pues no se trata de un retrato tomado de la momia, sino de un retrato sobre la momia: una tabla con un retrato de estilo grecorromano se ataba a la momia en el lugar que antiguamente había ocupado la máscara facial. Sin embargo, la máscara estaba destinada especialmente al cuerpo del muerto, mientras que el retrato pintado supone la ausencia del cuerpo para poder ocupar su lugar. (ibid: 202)

 

Según, este ultimo razonamiento se resolvería la incógnita al afirmar que tanto en el bautismo como en un entierro, coexisten en simultáneo imágenes mediales como ser fotografías (aunque no el acto de ejercerla en la actualidad, es decir fotografiar) con objetos simbólicos representantes como los souvenir y las lápidas. Análoga situación puede observarse, en los ritos carnavalescos que atraen miles de turistas anualmente y donde se observan ambos tipos de elementos: las máscaras y los disfraces como imagen representante y las fotografías como mediales.

Si bien nos hemos extendido un poco en la explicación de los diferentes tópicos que Hans Belting fue analizando en su obra, consideramos que la complejidad del pensamiento del autor amerita tal decisión. Sin embargo, muchos temas secundarios han quedado fuera de toda mención debido a la limitación que presupone una reseña. Sea cual fuere el caso, luego de todos los puntos expuestos, recomendamos la obra reseñada como uno de los aportes más importantes de los últimos años en materia del estudio visual y la imagen. Tal vez, no hablaríamos de una Antropología de la imagen, sino como ya hemos mencionado de una filosofía de la imagen o de una etno-filosofía de la imagen.

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Bibliografía

Augé, Marc. (1996). Los no lugares: espacios de anonimato. Barcelona: Editorial Gedisa.

Belting, Hans. (2007). Antropología de la imagen. Madrid: Editorial Katz.

Korstanje, Maximiliano. (2006). “El viaje: una crítica al concepto de no lugares en Marc Augé”. Atenea Digital. Otoño. Número 9. Universidad Autónoma de Barcelona. Material disponible en www.antalba.uab.es/athenea/num9.com. Pp.: 211-238.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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