Introducción

Florián de Ocampo, historiador español del siglo XVI, cuenta en su Crónica General de España que "quinientos cabales (años) antes del advenimiento de nuestro Señor Dios hubo grandes terremotos en toda la costa de mar donde suelen ser mas continuos que por otra parte, como lo declaran los filósofos naturales. Y fueron tan espantosos aquellos temblores, que muchas casas y cercas de pueblos cayeron, muchos ríos corrieron por otras partes diversas de las que solían...” (Galbis, 1932)

Este tipo de relatos los podemos encontrar también en multitud de textos referidos a terremotos ocurridos en otros lugares de la Tierra. Es indudable el grado de influencia que en el desarrollo de la sociedad han tenido estas catástrofes, pues a pesar de haber producido algunos millones de víctimas a lo largo de la historia humana, han permitido al hombre mejorar su supervivencia perfeccionando la forma y el lugar donde construir las ciudades y los edificios. Por desgracia, el problema no está resuelto definitivamente y continua siendo una realidad en muchos países, donde sismos recientes han puesto de manifiesto serias dificultades para conseguirlo, fundamentalmente de carácter económico.

Un ejemplo de la sucesiva mejora en el conocimiento constructivo lo podemos encontrar en Sevilla, donde un terremoto del año 1079 produjo la caída de la parte más elevada de la torre de la Iglesia de San Salvador, que reconstruida volvió a colapsar con otro posterior en 1356 y, vuelta a recomponerse por segunda vez, sin embargo, no se repitieron los daños ni con un terremoto en 1504, ni con el gran sismo de Lisboa de 1755 (Gentil, 1989). Asimismo, la destrucción de las ciudades a causa de estos fenómenos han supuesto su desplazamiento a otros lugares, como ha sucedido varias veces con la ciudad de Guatemala a lo largo de su historia, lo que en cierto modo mejoraba su distribución urbanística y su calidad constructiva, si bien un cambio de ubicación podría generar problemas de tipo socioeconómico en sus habitantes.

Paralelamente y de forma conjunta a las enseñanzas que proporcionaban los terremotos, el conocimiento de la sismología fue también evolucionando. Las diferentes teorías sobre el origen de los terremotos transcurren desde aspectos puramente religiosos al considerar su ocurrencia un fenómeno sobrenatural como castigo de Dios, hasta las teorías aristotélicas en las que se afirmaba que estaban producidos por exhalaciones en las cavernas del interior de la tierra que al tratar de escapar removían el suelo. A finales del siglo XVII se formulan nuevas hipótesis sobre su origen natural, unas basadas en la ocurrencia de grandes explosiones de material inflamable y otras en la teoría eléctrica, a semejanza a la producida en la atmosfera con las tormentas.

Respecto a la teoría explosiva, un documento sevillano del año 1755, refleja la necesidad de disponer de pozos y sumideros, abiertos o con respiraderos, como elementos de ventilación para aminorar sus efectos dañinos (Martinez Solares, 2001). Continuando con esta teoría, años más tarde se genera una polémica en Granada sobre la conveniencia de abrir el llamado Pozo-Ayron, situado dentro de la ciudad y que había sido construido en época musulmana como remedio contra los terremotos al permitir la salida de los aires subterráneos (Sempere, 1807). Después de muchas discusiones técnicas, el ayuntamiento rechazó el proyecto, aunque el debate continuó y degeneró hacia aspectos más sociales, llegando incluso a suspenderse las representaciones de comedias.

En relación con la teoría eléctrica, ésta surgió para justificar la gran velocidad de propagación que había tenido el terremoto de Lisboa de 1755, en el que ciudades muy distantes entre sí habían sentido el terremoto prácticamente a la misma hora. Más de un siglo después, la teoría continuaba vigente, llegándose a defender ideas para construir paratemblores, similares a los pararrayos, que consistían en unas varas largas de hierro puntiagudas clavadas en la tierra y cuyo objetivo era detener los terremotos (Sempere, 1807). Aunque a finales del siglo XVIII, ya se había establecido una relación entre la sacudida sísmica y la teoría ondulatoria, no es hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando se puede considerar el inicio de la sismología moderna y en la que se empiezan a redactar también las primeras reglamentaciones legales sobre la forma de construir edificios contra los terremotos.

 

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