Detrás de las cortinas: colección de narrativa fantástica

Prólogo

Índice

Esta brevísima compilación de textos pretende dar una pequeña muestra de la variedad de registros que tiene la narrativa fantástica actual de nuestro país (aunque también tenemos a Gilda Manso invitada desde Argentina, territorio legendario de lo fantástico). El lector encontrará aquí, sobre todo, su variante más discreta: autores de los que se habrá oído hablar, pero no ocupan aún espacios ostentosos en los escaparates literarios.

De la narración gráfica a la mini ficción, de los mitos antiguos al zombi contemporáneo, la imaginación mexicana encuentra caminos tan distintos y complejos como su propia geografía. En estas páginas hallarán voces muy particulares que narran un apocalipsis hecho de malvavisco, un local de pollos rostizados de nombre enigmático, las palabras sagradas que dan la vida a objetos inanimados…

Esperamos que la disfruten.

Gabriela Damián Miravete

La medalla del Nilo, Armando Saldaña Salinas

La memoria de Alicia, Ana Teresa Hernández

  • Ya las sombras de las persianas sobre la cama estaban nítidas, parecían barrotes. Serían como las siete. Algún pariente desconocido, pero con el que tenían compromiso, había muerto y por culpa de dos llamadas telefónicas simultáneas Mamá y Papá se encontraban atrapados en el tráfico desde las cuatro; ambos camino a la funeraria. Alicia estaba sola, estas horas habían sido lo más que había pasado sin ningún tipo de supervisión y ya estaba un poco aburrida. Aunque no hubiera nadie con ella, por su propio bien tenía demasiadas prohibiciones, así no quedaba mucho por hacer. Ni siquiera podía usar el microondas para hacer palomitas.

    Leyó un poco e hizo su tarea, vio cambiar de color las nubes y cómo aparecía entre ellas una luna de acuarela, jugó con Kit pero él no estaba de humor y pronto condicionó su compañía a cambio de comida. Alicia bajó a abrirle una lata de rueditas de carne, luego, después de insistirle mucho, volvieron a jugar. Kit empujó su pelotita de listón por las escaleras y la perdió en el pasadizo que se hace entre el espejo del descanso y la pared. A Alicia no le gustaba que eso pasara porque aunque no era para tanto Kit chillaba peor que si le hubiera pisado la cola o tuviera hambre y lo estuviera ignorado. Por eso, antes de que el gato empezara su alarma Alicia se agachó, estiró la mano para recuperar el juguete del túnel pero no lo alcanzó. Empujó un poco el espejo para meterse más, había una oscuridad que no esperaba, tentó el piso entre el polvo y telarañas pero no sintió nada. Kit empezó a maullar. Alicia se espantó con el ruido agudo repentino, sintió un golpe en la cabeza, o más bien un jalón por todo el cuerpo como si de repente se le hubiera olvidado cómo moverse y sólo supiera tener escalofríos.
    Le aseguro que el procedimiento es seguro y efectivo.

    No llores mi vida, todo va a estar bien… mejor.


    No distinguía nada, ni luz ni formas, pensó que quizá tenía los ojos cerrados pero estaba segura que no era así. Pronto todo será como si nada hubiera pasado. Después de quién sabe cuánto tiempo empezó a distinguir algunas cosas. Las lámparas en el techo y las cortinas largas de una ventana. Le dolía la cabeza y la espalda, igual que cuando uno se despierta después de dormir mucho más de lo que acostumbra. Se quedó acostada, el piso estaba frío, ella también, la coincidencia de temperaturas era agradable. Alguien entró al cuarto. Alicia se sentó y de golpe reconoció el lugar. Estaba en casa, en el estudio con sus lámparas de papel chinas y las cortinas que daban hasta el piso; quién había entrado era Alicia. Pero una Alicia más chica, lo supo porque todavía tenía el fleco recién cortado y eso había pasado unos tres años antes. Todavía se acordaba de cuando empezó a crecerle y le picaba los ojos. La Alicia de hace tres años se sentó juntó a la ventana de las cortinas largas a tomar jugo con hielo, un Kit chiquitito la siguió y se acurrucó debajo del sillón. Alicia se paró del suelo y se les acercó, había crecido bastante desde hace tres años, sonrió al reconocerlo. Si uno ponía atención podía ver que el estudio estaba diferente, las cortinas eran distintas, por ejemplo, tal vez porque ya no tenía tan presente cómo eran cuando nuevas y limpias. La Alicia más joven empezó a acariciarlas. Alicia supo de inmediato cómo se habían sentido entonces, ásperas y duras; éste era su pasado y lo recordaba perfectamente. La niña habrá visto todo como Alicia lo vio, como si lo hubiera vivido ella misma…Y poco a poco para que sea un proceso natural hasta cierto punto. No hace mucho había sido su cumpleaños y por eso ya empezaba a hacer el calor suficiente para tener permiso de ponerle hielo al jugo sin que le diera catarro. Llegó el grito de Mamá para comer. Seguro ya había llegado a casa. La Alicia del pasado se sobresaltó con el grito y derramó jugo sobre las cortinas nuevas. Alicia recordaba esto, nadie nunca supo del accidente porque, y conforme recordaba lo veía pasar, había empujado el sillón un poco a la izquierda para que la mancha pasara desapercibida. La pequeña salió del cuarto un poco atolondrada y el gatito y la otra la siguieron. Sin embargo cuando Alicia salió, el pasillo estaba vacío, ¿era posible que se hubiera tardado tanto como para no alcanzarse? Igual no estaba asustada, su casa no le daba miedo y tampoco su pasado puesto que ya sabía cómo terminaba su historia. Mamá le daría sopa de fideo y más jugo, comería pan y en eso llegaría Papá y…

    Cerró y abrió los ojos, intentó enfocar para poder reconocer dónde estaba. Su cuarto. Pero ya no se acordaba que sus paredes habían sido azules cuando recién se habían mudado a la casa. Papá había dicho que el azul era para que sintiera que estaba en el cielo, ella siempre había pensado que ese azul más bien la hacía sentir en el mar. Alicia se vio, aún más pequeña, sobre la cama, tenía un libro sobre las piernas y leía en voz alta. La nueva niña recuperará toda la información a través de ejercicios mnemónicos sencillos, una palabra clave dicha al oído cada día.  Se lo mostraremos cuando el proceso haya terminado. Esto era de cuando apenas había aprendido a leer y repasaba en voz alta para escuchar las letras de los libros en su voz. Se acordaba de lo que estaba leyendo al pie de la letra, el “Cuadernillo amarillo de cuentos clásicos”.  Se lo había ganado en una rifa escolar y estaba hojeándolo por primera vez, reconoció el crujido que hizo la parte media del libro, esa que después aprendió se llamaba lomo. Cada que la Alicia más chica cambiaba de hoja el Cuadernillo se quejaba menos…Si todo eso es posible… ¿de verdad no pueden hacer nada por mi Alicia?

    La memoria era curiosa, tenía detalles que no podía dejar de tomar en cuenta (el libro con cada una de sus palabras) y otros que eran borrosos (la ropa que traía, qué hora era) y sólo la rodeaban a ella, el centro, leyendo el libro sin interrupciones. Cuando se volvió a dar cuenta de las cosas estaba en el jardín, pero de la antigua casa, la de los cuartos pequeños y jardín grande. Le empezó a llegar el olor de las flores tan pronto las reconoció. Desde la puerta de la cocina, la que daba al jardín una niñita como de tres años corrió hacía Alicia.
  • Reconoció el overol y el pasador del pelo, y después, poniendo más atención, vio al pájaro perdido que ese día había entrado a la cocina y que ahora  perseguía con ganas de verlo más de cerca. Había tenido unas ganas tremendas de tocarlo, después de los tres años pocas veces había sentido las cosas con tanta intensidad, por eso reconoció el momento. Mamá y Papá se asomaron por la ventana, sonreían y tenían peinados como en sus fotos viejas. Alicia volteó para verse a sí misma cazar por el jardín.

    Es igualita...

    La voz de mamá era triste, no iba con su sonrisa.

    Tal vez se había sentido un poco nostálgica porque se parecía a su propia madre, alguna vez le dijeron que tenía su nariz y boca pero no recordaba que le hubieran dicho que eran igualitas. Bueno, no se tenía que acordar de todo. Cuando todo ya está atrofiado y la memoria es lo único que perdura, ésta es la solución óptima. Cerró los ojos y suspiró, Papá había hecho todo lo posible por trasplantar cada flor de este jardín al nuevo y por eso siempre tenía presentes esos olores. Pero de repente dejó de estar en ese jardín. Un coma permanente para mantener la vida sólo porque sí no es vida. Las luces eran frías y olía a algodón remojado, percibió muebles difusos o cosas que parecían muebles pero de metal, en uno de ellos, una especie de incubadora, había un bebé rodeado de cables, conectado a algún lugar que no alcanzaba a ver. No recordaba haber estado en una incubadora, de hecho no recordaba casi nada de cuando era  bebé. Tal vez ahora no era ella para variar.
    Mamá y Papá estaban allí, cerca de la incubadora. Mamá volteó y la vio directo a los ojos.

    —Despertó…

    Había una tercera persona en el fondo de todo, un señor que nunca había visto, traía traje y encima una bata deslumbrante. Después ya no vio nada, algo le jaló la cabeza y los parpados cayeron pesados sobre los ojos. Negro total. Se sentía agotada como si hubiera corrido toda una noche. 

    —Es un reflejo señora.

    —Tenía los ojos abiertos. Me estaba viendo.

    —Es normal, pero no fue un acto consciente. Es parte del mismo coma.

    —No llores mi vida ya pronto todo habrá pasado. Empezaremos de nuevo y…

    —Escuche a su marido señora, véalo como una oportunidad fresca. Ahora no tendrá que preocuparse por ataques epilépticos. Ésta Alicia ya no los tendrá, tendrá todo lo que tuvo antes pero sin peligro.

    —Es que es igualita…

    FIN


Bombones, Óscar Luviano

Lo del “toque de Midas” resultó divertido al principio, cuando frente a las cámaras y apenas con el roce de un dedo hizo del Palacio de Bellas Artes lo que siempre fue: una montaña de merengue blanco que los niños de la calle y los viene viene desgajaron en menos de una hora. Los policías llamados a evitar el agravio se hicieron largas y pegajosas barbas de Santa Clos. Los vitrales sabían a limón.

Entonces uno de los osos polares del Zoológico de Chapultepec amaneció hinchado, flotando en el agua vieja de su foso: la gomita blanca en que habían degradado sus huesos y carne olía a menta. Pocos apreciaron la broma.

No tardó en aparecer la primer prostituta sobre la cama sabor a chocolate de un hotel con escaleras de regaliz. Su boca, desencajada en un grito de fresa, y sus ojos, demudados, nos hicieron conocer la maravilla, entonces inédita, del bombón transparente.

El Rey del Malvavisco pasó de las notas insólitas a la crónica roja. Era sencillo rastrearlo: tan sólo había que seguir las carreteras con franjas de azúcar que dejaba a su paso, y en donde las patrullas y los convoyes del ejército naufragan en ríos de chocolate derretido al sol. O recontar el regadero de pasajeros y maletas que dejo el primer avión en pasar al sabor a avellana en pleno vuelo.

No faltaron sus defensores, quienes le calificaron como la necesaria respuesta al hambre mundial; pero tuvieron que tragarse sus palabras cuando las primeras hectáreas de maíz y trigo amanecieron reducidas a un caramelo mugriento, de regusto a plátano y vainilla.

A nadie sorprendió que el horizonte degenerase en una blanda línea de mazapán, donde naufragaban en dulces polvaredas caballos y atardecer. Los marinos, hartos de la infinita gelatina de moras en cuyo seno se pudrían mansamente las ballenas, descendían por la escalinatas de sus barcos, y se suicidaban atragantándose a cucharadas del mar, sin lágrima alguna.

Estirpe, Gilda Manso

Te asustó mi condición tricéfala, lo noté en tu expresión; creyéndote el cuento, sacaste la espada de la piedra y de un tajo limpio y experto me despojaste de una cabeza. Te preparaste para degollar la segunda y te sentiste perdido al ver que del hueco primero me crecían tres cabezas más. No hace falta ser un matemático para entender que no te convenía insistir en tu manía segadora. Yo quise serenarte, quise explicarte que jamás te haría daño, que cada una de mis cabezas piensa en vos noche y día con terquedad amorosa, pero no hubo forma: te quebraste en un llanto aterrado y corriste a refugiarte en los brazos y en la cabeza única de una mujer normal, cuyo árbol genealógico está libre de extravagantes animales mitológicos.

La piel dorada, Erika Mergruen

Entrar en una pollería es entrar en el infierno, sólo que el letrero de advertencia se traduce en nombres curiosos: El Gallo de Oro, La Lupita, El Alerón. Por suerte, en el súper encuentras pollos amarillísimos debidamente empacados, sellados con vueltas y vueltas de plástico adherente.

El Mago no soportaba el tufo del pollo. No era casualidad. Qué desparpajo de los pollos, con qué ligereza exhiben sus pieles desnudas y sus cuellos fláccidos coronados con crestas desteñidas. El Mago no entendía por qué los acostaban así, con la cabeza a modo de péndulo.

Malditos pollos, tan estúpidamente quietos y sumisos; ni siquiera el manipuleo y la hábil tijera del pollero los hace reaccionar: crack, un muslito, crack, el alita, crack ¿le quitamos la cabeza?

Pollos lacios encuerados y perezosos. No como él, El Mago, que busca trabajo como un desesperado. Se sube a todos los camiones, los trolebuses, los vagones del metro y hasta se ha subido sobre la fuente de un parque para realizar su número de prestidigitación. No importa si le dan 10 pesos, 50 centavos o una pastilla para el aliento, él siempre sonríe antes y después de la función. Aun ante la rechifla de algunos, sobre todo cuando saca al Fermín del sombrero. Y ¿qué querían? ¿acaso imaginan la peste de tener conejos vivos en casa de un mago? No. Puede que sea peor al tufillo de los pollos. Por eso usa su conejo de felpa, Fermín, que alguna vez fue blanco. Ningún blanqueador ni los rayos directos del sol lo devolvieron a su estado original. Desde aquel funesto suceso en el parque México nunca volvió a ser blanco: un gran Rottweiler se lo arrebató, el pobrecito Fermín sacudía sus orejas de aquí para allá arrojando borla por doquier. Y es que El Mago no es El Costurero que repare sus propios instrumentos de trabajo. Sí, algunos rechiflan a Fermín, pero otros ríen a carcajadas. Que del odio nace el amor, señores, y Fermín es amor.

El Mago no niega que tiene algunos problemas con el truco de la guirnalda de pañuelos; es cierto que a veces se atora en su bolsillo oculto o algún nudo termina soltándose a media extracción mágica. Y sí, sus manos ya no son tan veloces para el truco de las pelotitas que se multiplican y son precisamente los niños, tan faltos de inocencia en estos días, los primeros en gritar “ya vi el truco, ya vi el truco, se vio, se vio”; mocosos mal educados, pero hasta eso son ellos los que más dan al finalizar la función.

El Mago siempre decía que de todas las criaturas emplumadas las gallináceas eran las más repugnantes. Esas señitos chismosas, de fútil algarabía, con su andar de barco encallado. Y tan guadalupanas y sumisas… Gallo, gallina, pollito. Y no contentas con su apariencia guardan monstruosos secretos en su interior: higaditos y mollejas con los que ciertas cocineras osan corromper una buena sopa. Pero del odio nace el amor, señores, y el estómago lo siente al igual que el corazón.

Y ahí estaba, frente a La piel dorada, que no era pollería sino rosticería, donde aquellos pollos sin oficio ni beneficio se subían a la rueda de la fortuna para girar y girar y girar acariciados por sendas lenguas de fuego. Ese día El Mago juntó más pastillas para el aliento que monedas. Con Fermín bajo el regazo miraba embelesado el girar de los pollos. Sus tripas gruñían —las de Fermín no, que las tripillas de borla son mudas—, y tal bullicio no lo tenía de humor para realizar su acto de magia frente a los clientes de la rosticería. Míralos Fermín, cómo giran, mugrosos pollos, si parece que están en la feria, alegres de tan jugosos.

De reojo alcanzó a ver al tercer pollo de la fila 3 mover las alas a la par que decía: ahora me ves, ahora no me ves. Y zum, se esfumó.

Por la impresión, o porque no supo hacer otra cosa se limitó a cantar, desentonadamente, una canción de cuna al tiempo que zarandeaba al Fermín:

Rueda de fortuna
Llévame a la luna
Bájame a la tierra
Rueda de fortuna


La gente lo miró sorprendida. La chistera le pesó de más. No bien se la hubo quitado la gente comenzó aplaudir. Un pollo rostizado humeaba sobre su cabeza. Y es que del odio nace el amor, señores, y el mago es amor.

Estuvieron aquí, Gabriela Damián Miravete

  • Mientras conducía imprudente por el atajo que conocía de memoria, Éliette Brunel Deschamps recordó el rostro deslumbrado de aquel reportero.

    —¿Qué se siente ser el primer ser humano moderno que observa estas pinturas?

    Tal vez la pregunta más importante de mi vida y yo con cara de idiota, dijo en voz alta, sonrió fugazmente. Luego recordó el derrumbe en la carretera hacía un par de kilómetros que casi la aplasta. Miró por la ventanilla a los árboles mecerse con violencia. Debajo del coche, a pocos metros bajo la superficie, la tierra crujía en dolorosos espasmos de roca. Algo se escuchaba de su lamento y se mezclaba con el silbido del aire sobre el río, entre las montañas. Pont d´Arc, ese formación rocosa en forma de arco que parecía la entrada a otro mundo, permanecía imperturbable. No por mucho tiempo, se dijo. Sintió encogérsele el pecho.

    Después de dejar el auto ahí donde quiso –ya daba igual– se ajustó el impermeable. Nevaba. Como era de esperarse, los dos guardias ya no estaban. No tenían la obligación de guardar el tesoro como los caballeros que defendían hasta la muerte el Santo Grial. Sacó la tarjeta, esa llave que se supone ya no debía tener. La pasó por el escáner. Una lucecita azul indicaba que pusiera el pulgar sobre el lector. Los láseres finos como luminosos vasos capilares leyeron cada una de las líneas curvas sobre su piel, ésas que le hacían ser Éliette Brunel, espeleóloga, pelo otrora castaño, amante de los macarons, ahora una vieja. Alguna vez leyó en quién sabe dónde que las huellas digitales eran marcas de las ondas del líquido amniótico sobre la delgada piel del feto producidas por los movimientos que nuestras madres realizaron durante el embarazo. Magnum miraculum est homo. El lector dio positivo, un chasquido metálico se dejó oír desde el interior de la caverna. Abrió la puerta y entró.

    El reportero era muy joven. Estaba visiblemente conmovido.

    —Chauvet, Hillaire y usted fueron a dar un paseo. Encontraron una corriente de aire y cavaron hasta poder entrar. Descubrieron que había una cavidad inmensa, que caerían al vacío si continuaban. Fueron por la escalera y demás equipo. Era de noche cuando entraron a explorar. ¿Qué pasó después?

    —Nos quitamos los zapatos. ¡Si no me cree, pregúntele a Christian!

    ¿Qué pasó después? Después (veinte años, para ser precisa) se supo que todo terminaría. Que no habría dónde esconderse o escapar. Que, después de millones de años, alguien apagaría la luz, cerraría el libro, guardaría los instrumentos en sus estuches para siempre. La oscuridad, el silencio, y ningún testigo.

    Pero en ese entonces, en la alegría del hallazgo, la Tierra parecía eterna. Éliette deseaba ser ingrávida, caminar flotando sobre el suelo de la caverna, esa delicada espuma mineral que el tiempo había moldeado durante millones de años. A cada paso que daba temía estar destruyendo algo valioso, sin embargo sus pies se plantaban con firmeza, primero uno, luego el otro, en un ritmo impredecible, marcado por los hallazgos súbitos.

    Hoy estaba aquí de nuevo. Respiró el aire salado, húmedo, el perfume de la calcita, el vaho de la roca. Respetó el camino que tanto se esforzaron en construir para preservarlo todo, desde la vértebra del oso hasta la pareja de leones dibujada en los muros. Las estalactitas y las estalagmitas habrían adquirido una nueva forma imperceptible para sus ojos efímeros. Pero todo lo demás estaba igual que hace veinte años. Igual que hace 35,000 años. Y éste era el fin.

    —…habíamos estimado la dimensión total de gruta, nos topamos con bastantes huesos... supimos de inmediato que el hallazgo era importante, simplemente por la conservación de la atmósfera...

    —Era como si hubiesen viajado en el tiempo.

    —Sí.

    —Lo ha dicho usted misma varias veces. ¿Podría describir esa sensación?

    —No, creo que no podría.

    —Usted vio las pinturas en la roca. Usted las descubrió. ¿Por qué llevan el nombre de Chauvet?

    —Las descubrimos juntos. Éramos tres amigos dando un paseo y Jean Marie tuvo la idea de explorar la cueva. Siempre me ha parecido justo que se le reconozca.

  • —Sin embargo, usted fue la primera en notarlas... ¿Qué sintió en ese momento?

    —Alegría. Pero también una responsabilidad muy grande.

    Su lámpara frontal iba de un lado a otro, de arriba hacia abajo, formando frases de lumínico asombro. Y entonces el haz aluzó durante un segundo algo que se movía, una silueta... alguien estaba delante, como estirando el brazo para alcanzar la roca. Éliette iba primera, sus compañeros, detrás. Volvió enseguida la cabeza para iluminar de nuevo aquella aparición, pero sólo distinguió un trazo rojo, increíblemente definido, fresco, sobre la roca. Un mamut. Buscó a los lados. Desde luego, no había nadie más. Seguramente lo había imaginado. Una señal del subconsciente que detectó antes que ella la pintura sobre la roca, la evidencia de presencia humana. Súbito amor por esa presencia. Inesperada epifanía desde el abismo del tiempo. Gozo en la garganta, el pecho, las entrañas.

    “¡Estuvieron aquí!” Gritó, y su voz fue una música que reverberó en cada rincón de la caverna.

    —¿Cómo reaccionaron los otros?

    —“¿Pero de quién hablas, tú?”, me contestaron. “Bueno, de los humanos prehistóricos, ni modo que los osos hicieran estos trazos!”.

    Éliette se detuvo frente a los delicados trazos que formaban a los leones. La leona frotándose contra el macho, afectuosa. ¿Cómo es que pudieron capturar ese instante? ¿Cómo es que nos ha unido ese gesto a través del tiempo? La gente sigue emitiendo exclamaciones de ternura cuando los ve hacerse cariños por el Discovery Channel. No dejaba de asombrarse. Se sentía tranquila por fin en el reconfortante silencio de los osos y los bisontes, roto únicamente por el goteo incesante del agua sobre las estalagmitas. En un pequeño vientre de la Tierra donde parecía que nada malo podría pasar.

    —Su hija también fue incrédula…

    —Al salir fuimos a mi casa y le contamos todo a ella. Nos dijo, tal cual, que no nos creía, que tendríamos que regresar para que lo viera con sus propios ojos.

    —Dígame, ¿qué hay de esa sensación de sentirse observados que cada uno de ustedes ha manifestado dentro de la cueva?
    (¿Podría decirlo? ¿Estaba permitido? ¿Los tomarían por locos? Como a la pobre Dacia Arturo, la brillante colega que afirmó haber descubierto dragones en Naica).

    —Es difícil de explicar. Todo era tan bello, parecía como hecho apenas ayer… comenzamos a sentir algo muy fuerte y muy extraño: que el tiempo no existía. Que ellos estaban ahí. Nos impresionamos muchísimo. Éramos intrusos.

    Los caballos, los hermosos caballos que siempre amó seguían ahí, congelados y, sin embargo, llenos de vida tras su velo transparente de calcita. Sus cuellos fuertes, sus hocicos entreabiertos, relinchando. El volumen en sus cuerpos, el movimiento implícito en sus crines. El mineral los aprisionó piadosamente para que pudieran ser vistos por incontables generaciones. Ironía.

    Bueno, no había que ponerse tan pesimistas. Algunos habían visto estas maravillas. Algunos habrán comprendido... se les habrá revelado algo.

    —Mamá, tengo miedo. Cómo me gustaría que estuviéramos juntas.

    —Mi pequeña, yo siempre estoy contigo. Junta tus palmas. Yo estoy en el hueco que queda entre ellas, sosteniendo tus manos.
    —Mamá, no te vayas. No cuelgues…

    —No me voy a ir nunca, preciosa. Pero tienes que hablarle a tu hija, estar con ella ahora.

    —Me pregunta por qué tenemos que morir. Yo no sé qué decirle, mamá. Yo nunca le hablé de dios. Ayúdame.

    —Tienes que ser fuerte, mi cielo. Explicarle que no debe temer, que no la dejarás sola. Porque la amas, como yo te amo a ti; y el amor nunca nos deja solos.

    —….

  • —Nena, ¿me escuchas?

    Un rumor empezaba a estremecer las paredes, el suelo de la cueva. Se recostó sobre la pasarela. Sólo quedaba esperar.


    Con un poco de suerte, si alguna vez todo se pone en marcha de nuevo, y alguna mujer, o un par de hombres, bajan por una escalerilla y descubren mis restos revueltos con los de los osos, prometo que mis huesos hablarán de ti, mi pequeña, mi amada hija.

    Estaba solo por primera vez en la caverna. La mujer se había quedado muy quieta y no se levantó más. Igual que la niña, igual que la cabra que a veces iba detrás de ellos cuando subían a lo alto del bosque junto al río para arrancar frutos, había muerto durante la noche. La noche y su viento helado, las flores heladas que caen del cielo un día sí y otro no. La mujer amaneció tiesa y húmeda, igual que los pájaros después de las tormentas. El frío mata, duele. Por eso hay que cubrirse bien y hacer fuego, y saber guardarlo.

    Levantó la antorcha para mirar las manchas rojas en la roca, las múltiples manos. Eran pocas las manos que las habían hecho, mientras que las manchas ahora eran muchas. Él y ella se cubrieron las manos de ese color tan bonito y luego mancharon la roca. Detenerse a mirarla era raro porque no sólo veía la roca y las manchas, sino a la mujer y a sí mismo haciéndolas. Por eso este lugar es importante. Por eso los osos y los leones lo visitan. Porque guarda lo que se vive de día y también lo que se vive cuando se cierran los ojos de la misma forma que ellos guardan el fuego cuando hace frío.

    Hay alguien aquí mirando, escondido. No lo puede ver, pero sabe que está ahí, como cuando los leones acechan. Pero no para hacerle daño.

    Ahora hace más frío que antes y todos parecen estar muriendo. A él no le gustaría quedarse tieso como los pájaros. Quisiera seguir cantando y volar por encima de los árboles. Quisiera ser fuerte como el bisonte, como las leonas. Correr como los caballos, tener el cuerno filoso del valiente rinoceronte. Haber defendido a la mujer del frío, deteniéndolo con un cuerno inmenso y un pelaje tupido. Toma un ancho trozo de carbón y recuerda sobre la roca la hermosa figura del animal: así tiene el cuerno el rinoceronte. Así el ojo y las patas. Así corren, así braman.

    Así veíamos a los caballos desde lo alto. Siempre juntos y moviendo la cola. Hablándole al viento, enseñando los dientes. Su pelo tan brillante de aquí, y también de esta otra parte. Se reflejaba el sol aquí, en su costado, donde punza la lanza, abriéndolo, y deja salir sangre roja y caliente.

    Y así tienen las orejas, así la cola, así las patas, las leonas. Así se frotan suaves contra el león cuando la cría ya nació. Así se frotaba también la niña contra la mujer, y la mujer contra mí, apoyando la cabeza en mi pecho. Ella usaba el palo en la tierra para atrapar al mamut con su mano. Luego lo atrapó con el color rojo en la roca, aquí en la cueva. El mamut está allá afuera y también aquí adentro. Ella ya no está allá afuera. La niña tampoco. Pero aquí están sus manos. Y aquí está la mía. Aunque no quiera yo también me vaciaré o me caeré tieso y frío desde una rama, aunque no tenga alas.

    Éliette Brunel puso su palma sobre la silueta de la mano en la roca. El mundo se resquebrajaba. Se escuchaba la caída de los árboles, el río volando por el cielo en espirales. Las bellas figuras de alabastro se rompían con el tintineo de las copas de cristal. La cueva se movía como transportada por la pleamar. Éliette apretó con fuerza su mano contra la mano de roca. Apoyó la cabeza en el muro y dijo:

    No temas. No estás solo. Nunca hemos estado solos.

    La antorcha se ha consumido durante la noche. El hombre se levanta y camina a tientas en la oscuridad. Siente lo que ha vivido con los ojos cerrados como un aire nuevo en el pecho. Sale con cuidado, atento a las pisadas de los animales en la nieve. Hoy les teme un poco menos. Quisiera tocar a todas las bestias, muy suavemente, con los dedos, sólo un roce.
    Afuera apenas amanece.

    FIN

Ibbur, Óscar Luviano

  • Las ventanillas del tren eran rasguñadas por hojas secas y envoltorios de caramelo. No sabía qué dolor era más profundo: si la bata blanca de Jesusa, la entrepierna enhiesta o los cardenales en los hombros y la espalda, las llagas en las manos (debió haber traído los guantes del museo). Cerró los ojos, exhausto, y se apoyó en el cristal, con un lamento hacia dentro, en un murmullo. El sol quemaba bajo sus párpados cerrados. Al abrirlos recibió en toda su dimensión la jeta de una adolescente a la que no le faltaban muchos años para volverse tan apretada y falsa como Jesusa.

    Hasta sintió ganas de decirle: “¿Qué te pasa, Jesusa? Nunca has visto a un hombre honrado cubierto de tierra”. Desde luego que no. Apartó los ojos de esa futura lesbiana (aunque sus ojos su boca sus muslitos). Sin sorpresa, descubrió que desde una hoja, atrapada a presión entre el viento y la ventanilla, le veía sin vida, pero sin reprobación, el rostro.

    Acostumbrado a encontrarlo (coronando montones de basura, ropa amontonada sobre una silla, o en el papel estrasa que envolvía su merienda), se limitó a tantear con el pie el costal de tierra de camposanto que reposaba bajo su asiento. Sí, estaba ahí. No, no era eso lo que el rostro quería.

    No deseaba la tierra que había recogido a paletadas en Jardines del Recuerdo, a pesar de que era parte esencial de su plan. ¿Entonces? Las sombras reunidas por las farolas en una esquina, las palabras en el grafitti apresurado, las hierbas que desbordaban el lote baldío habían comenzado a amontonarse en un cuerpo breve pero rotundo, encorvado y de brazos poderosos, de dedos anchos como raíces, y justicieros, desde el día en que, entre idas y vueltas con el trapeador, reparó en aquel viejo regalo de la NASA que ya nadie recordaba. A pesar de esa recurrencia, aún no averiguaba qué pedían aquellos ojos que llegaban, también, desde el vaho sobre un cristal.

    Sombras, letras, hierbas apenas prefiguraban el cuerpo un momento: bastaba con mirarles fijamente para que el rostro se desvaneciera. No pasaba así con los destellos de azúcar en la piedra lunar. Ahí, dentro de la vitrina, depositada en el guante vacío del traje de astronauta, brillaba al punto de la respiración, como si dentro de ellas, vivas, se concentrasen todas las lunas llenas ocurridas y por acontecer.

    Tras unos segundos de contemplación (como pasaba con los restos en la taza del café, las estelas de polvo en las vitrinas de la sala de paleontología, las manchas de sangre que dejaba una afeitada presurosa), la hoja en la ventanilla del vagón dejo de ser un rostro cuyos ojos eran una cicatriz ciega, y fue reclamada por el viento, y se desprendió, y revoloteó sobre los techos de Tultepec. El tren había llegado a Lechería.

    No le importaron las miradas desaprobatorias de quienes subieron al vagón y se sumaron al desconcierto de aquella versión joven de Jesusa. Abrió el costal (el olor a jardín se expandió a todos los rincones) y escupió y escupíó y escupió sobre un puñado de tierra hasta humedecerlo. Lo moldeó en la palma de su mano, y se preguntó si ese sería el corazón. Cuando el tren cruzó el túnel, tras su oscuridad de concreto vertiginoso, vio de nuevo aquellos ojos que más que brillo eran una respiración abriéndose paso. Detrás de las ventanillas, le reflejaron serena, golosamente, y supo que sí: ése sería el corazón que debería poner en el centro. Sintió su latido.

    Cuando salieron de nuevo al sol, y el tren cruzó elevado en su puente sobre las miserables casas que perfilaban Nonoalco, había trazado sobre el corazón de tierra, con sus uñas negras y largas tras una noche de arañar losas y guijarros, Ibbur, con letra firme, separaba, de modo que fuera posible depositar un beso entre cada letra. “Te voy a dar tu beso en la pinche frente, tortillera”, pensó.

    Cuando la joven Jesusa se levantó para escurrirse al fondo del vagón, supo que lo había dicho en voz alta. Rió, también en voz alta.

    Envolvió el corazón en su pañuelo y lo guardó en el bolsillo de su chamarra. Era tosco y dentado. ¿Pero qué corazón no lo era?

    El dueño del rostro y de la palabra “Ibbur” no se había materializado nunca en las flores, los chocolates, las tarjetas que fue depositando en el escritorio de Jesusa después de que, a diferencia de la curadora anterior, le dio los buenos días y las buenas tardes, los provecho y los ¡salud!, y preguntó si tenía hijos, si estaba casado (¿quién te pregunta eso si no quiere algo?).

    Tampoco apareció sobre su rostro cuando, de forma deliciosa, le pidió que no la llamara "licenciada", ni sobre el fingido gesto de tristeza con que se negaba a sus invitaciones al cine... Tampoco se encarnó en esa dolorosa silueta de fantasma que le daba la bata blanca mientras hacía su recorrido de una sala a otra del museo.

    Nada más lejano. Y cuando, escoba en mano, la vio esmerarse en reacomodar la cola del esqueleto de brontosaurio, siempre arrastrada por los niños, hasta que formó de nuevo una espiral perfecta, entonces se le había ocurrido… No, no un poema… Él nunca, por favor… Pero sí, pensaba, estaba decidido, iba a pedirle una foto suya, y con uno de esos programas de la computadora, iba a llenar su rostro con la palabra vida en todos los idiomas. En muchos colores, en todos los posibles.

  • Una cosa había llevado a la otra (¿era en hindú o en hebreo?), y en las prisas, por mirar por encima del hombro para que no le descubrieran usando la computadora del museo, dio con una tecla que no debía, y la palabra que más le había gustado le había conducido a la imagen.

    Era un dibujo, a lápiz, tan bien hecho que parecía una foto. Era un hombre como un gorila, tendido en una camilla y rodeado por hombres fascinados, en extraños ropajes como de sacerdotes, con largas barbas (grises en el dibujo). Uno de ellos, con un palo afilado, había escrito la palabra mágica en el pecho, en el sitio del corazón (IBBUR), y se disponía a escribir otra en la frente de la criatura moldeada con arcilla.

    Esa noche, cuando moldeara la suya, también (como ellos) iba a evitarse también la molestia de dotarle de un sexo.

    Ver la imagen le había dejado una comezón en la frente, y entre rasquido y rasquido, había escrito (con un dedo empapado en su saliva) la palabra que sólo le tomó otros tres clics hallar: Emet.

    (Una después de la otra, y sólo entonces.)

    Se había enrojecido la frente de tanto rascar y escribir sobre ella (lo había hecho con los guantes llenos de cloro y desinfectante), cuando recordó lo de la foto. Pero la urgencia de pedirla a Jesusa ya no se parecía al deseo de escribir un poema, y le hizo arrojar al suelo el trapeador y dar una patada a la cubeta. El agua jabonosa se extendió sobre el piso de mármol de la sala de astronomía. De haber permanecido un momento más (si no hubiera dejado llevar por la furia que le llenaba y le hinchaba la verga), habría visto por primera vez los ojos, el rostro como de plomo fundido que susurraba entre las burbujas.

    Era tal la saña en su interior que no sintió sobresalto alguno al descubrir a la becaria entre los brazos de Jesusa. ¿Tendría 10 años menos la escuincla? Estaban detrás de su escritorio, abrazadas. La mano de la becaria colgada del bolsillo de la bata blanca o acariciando el seno de Jesusa (¿importaba?). Los brazos de Jesusa la retenían con cierta desesperación, y la besaba en la frente, lenta, meticulosamente, como si escribieran algo en ella.

    No sintió sorpresa alguna, sólo una prolongación de su furia. Contra ella, contra sus engaños, y contra lo que tiraba de su pantalón. Lo estranguló, pero sólo sirvió para desatarlo más, enardecido por la voz tibia, desvergonzada, de Jesusa: “No te habíamos oído llegar”. Ni siquiera se molestó en soltarla. “Te presento a nuestra nueva… becaria”. Y soltaron una risa a dúo, como si hubiesen nacido juntas, las muy putas.

    Conservó la dignidad. Les dio las buenas noches (“¿Por qué tan serio?”), y le preguntó a la licenciada a qué hora podía pasar a limpiar su oficina: “Ya te dije que nada de licenciada, y ya nos vamos. Así que la hora que puedas”.

    Regresó a Astronomía. El charco seguía ahí. Le pasó el trapeador encima, furioso. El resbalón le hizo apoyar la mano en la vitrina de la piedra lugar, “Legada por la National Aeronautics and Space Administration al museo en 1978. Es una de las contadas muestras de suelo lunar que existen”. Pensó en las lunas futuras. Pensó en la luna destrozada. Supo que debía hundirla en la cadera de su autómata, colocar la piedra en el lugar de su sexo. Tomarla de sobre el guante de astronauta y poner en su lugar un cuarzo no fue ningún reto.

    “Es lo que hace un hombre de verdad”, se dijo, con el peso del corazón en el bolsillo de la chamarra. Esculpir un pecho poderoso, una frente amplia donde las palabras mágicas cupiesen, son el suficiente solvente para que la tierra consagrada hiciera una arcilla generosa. Eso decían las instrucciones que había traducido de Internet. ¿De dónde iba a sacar tanta saliva? Y no correr, no asustarse cuando la figura del autómata surgiera por todas partes (como la sombra de una pila de cajas en la bodega, como el rostro de labios abultados en las nubes aglomeradas por la tormenta, en el rayo que estremecía la ventana de su pensión). No preguntarse qué deseaba al rondarlo: ¿No había hecho ya suficiente? Con todas las molestias que se iba a tomar para traerlo al mundo.

    Y sobre todo no sentir pena.

    Y casi la sentía por la chamaquita. Tan joven, y tan de seguro que no había conocido hombre. Pero eso se sacaba por no respetar lo que era natural. Pinche Jesusa pervertida. ¡Tenía tantas ganas de ver las caras que pondrían al entrar a la oficina para hacer sus porquerías y ver el regalo que les iba a dejar! Cuando abriera al fin los ojos y respirara… Y sus dedos, sus dedos de justicia.

    El tren se acomodó, con un estremecimiento, en el andén de Buenavista. En la penumbra de la estación, una sombra gibosa realizó con sus brazos titánicos algo que podía ser un abrazo o una danza, y se desvaneció en la llovizna que llegaba desde fuera de la estación. Se preguntó de nuevo dónde iba a conseguir tanta saliva.

  • Levantó el costal sobre sus hombros. Su peso casi le venció, pero le animaba una furia parecida a la dicha. La misma que le hizo llevarse la mano libre al sexo: “¿Saliva para qué te quiero?”. Paso a paso fuera del vagón y hacia la calle, donde invertiría en un taxi hasta el museo cerrado. “Un lujo que me merezco”. Supo entonces que no importaba las veces que pudiera masturbarse, tampoco sería suficiente.

    Recordó (con tal tino que estuvo a punto de saltar y dejar caer su preciada carga) los toscos y dentados bordes de la piedra lunar. ¿Qué corazón no lo era? Y sonrió agobiado por el peso: “Donde las dan, las toman”. La creación parecía de acuerdo con él: a la primera se detuvo un libre. Se acarició las muñecas para resaltar las venas. “Pendejo”, se dijo (los labios de Jesusa en la frente de la becaria). Era estúpido creer que las palabras se trazarían con saliva.



    FIN





    Ilustración: Lucía Franco

Alfombras, Gilda Manso

Pasaron años, y sin embargo no lo olvido. Esa mañana, papá me dijo:

—Hoy vamos a ir a la casa del tío Felipe, porque tiene una alfombra nueva.

Yo me estremecí. Nunca me gustaron las alfombras del tío Felipe.

El tío Felipe, una o dos veces por año, iba a la selva y cazaba animales. Luego colgaba las cabezas de los animales en la pared del living, o usaba las pieles para hacer alfombras. Cada vez que volvía de la selva, el tío Felipe organizaba una fiesta; asaba venados y bebía champaña, y toda la familia estaba invitada, y debíamos ir y decir lo mucho que nos gustaba el nuevo puma apachurrado bajo la mesa ratona o la nueva cabeza de jirafa colgada encima de la chimenea. Y a mí, que nunca me gustaron los asesinatos, me repugnaba tanto cadáver disecado.

Llegamos al mediodía, justo cuando el venado de la parrilla empezaba a largar olor a carne chamuscada. El tio Felipe vino hacia nosotros gritando y gesticulando mucho, y empezó a repartir copas y a contar anécdotas aburridas o terribles sobre su última estadía en la selva.

—¡Vamos a ver la alfombra! —exclamó cuando vio que mamá empezaba a quedarse dormida, y nos llevó al living. Un león más grande que los de mi imaginación alfombraba el suelo. El tío Felipe se hinchó de orgullo, aceptó la felicitación de papá, fingió no ver la cara de asco de mamá, y me preguntó si me gustaba. Yo dije que más o menos; lo que no dije fue que el león parpadeó, y no lo dije por dos motivos: uno, porque no iban a creerme, y dos, porque si me creían, mi tío agarraría la escopeta y se aseguraría de que el león no volviera a parpadear. Pedí permiso para quedarme en el living mientras los grandes comían venado en el patio; que no, no tengo hambre, y así pude quedarme ahí, sentada en el suelo, al lado de la nueva alfombra.

—Ey —le dije al león apenas nos quedamos solos. El león abrió los ojos y me miró. Luego se paró y se sacudió, como hacen los perros cuando se despiertan. Por algún extraño motivo, mi tío no se había dado cuenta de que el león estaba vivo e indemne; por algún motivo más extraño aún, el león estaba vivo e indemne. Y yo tenía que sacarlo de ahí.

Abrí de par en par los faraónicos ventanales del living; el león se había acercado a ellos y miraba hacia afuera.

—No vas a poder salir, mi tío está en el patio —le dije, mientras trataba de idear un plan para liberar al animal sin que mi tío lo notara; entiendan, yo era una niña.

Pero el león debía saber algo que yo ignoraba, porque me lamió la cara y salió volando por el ventanal hacia el cielo inalcanzable, y lo hizo frente a la mirada asombrada de mi tío, que nunca había sospechado que el león, además de león, era alfombra voladora.

Dedicado a Juan Oviedo, Santiago Ruíz Velasco Bazán

Los Oviedo son de alcurnia, pero hace mucho que perdieron la fortuna. Nos lo dijo Juan, el menor. Hablaba entusiasmado de la vieja casa de la familia, perdida luego de una disputa testamentaria a manos de un tío al que dejó de ver después del funeral de la abuela, aunque supo, una tarde que su papá estaba en copas, que luego la había malbaratado para pagar una deuda. Qué debía, quién sabe; no es el tipo de cosas de las que un niño se entera espiando las reuniones de los adultos, y menos si la madre lo saca a jalones de oreja de detrás de la mesita y lo manda de una buena vez a dormir. Por lo que contaba (las enredaderas en los muros, los cuartos abandonados repletos de objetos viejos guardados con sábanas, los olores oscuros), deducimos ahora que la familia había venido a menos mucho tiempo atrás. Su abuela había sido la última en habitarla, y quizá la había recibido como única herencia. También lo deducimos porque los Oviedo que conocíamos —Juan, su hermano Enrique, su hermano Humberto, Emilia su hermana, y los padres— vivían en un departamento pequeño, en un multifamiliar, como la mayoría de nosotros. Pero en esa época sólo nos impresionaba la imagen de la casa, parecía embrujada. Varias veces le pedimos a Humberto que nos llevara, porque él era el único que podía manejar, y siempre decía tener algo muy importante que hacer; la verdad era que no pensaba gastar una de las pocas veces que le prestaban el coche en llevar a unos niños a ver una casa vacía, cuando podía llevar en vez a una novia. A la abuela de los Oviedo la recordamos algunos, los que conocimos a Juan desde siempre, en sus primeros cumpleaños. Iba vestida de negro, con ropa vieja, con muchas joyas y maquilladísima, la espalda muy derecha y peinados altos que la hacían ver más rígida todavía. A Juan no le entusiasmaban sus regalos, pero siempre eran los primeros que abría, y siempre le daba un beso y un abrazo después. Seguramente le tenía tanto miedo como el resto de nosotros. De ahí que se escabullera cada que la visitaban en su casa, y conociera tantos rincones ocultos de los que luego nos contaba maravillas, como el nido de murciélagos en una esquina del techo, del que se había caído un cachorro que al día siguiente llevó a la escuela, o las cartas de su abuelo en un cajón de un escritorio polvoriento, del que extrajo una para presumir.

Estimado señor Oviedo. Su historia nos ha resultado interesantísima, y nos parece que ilustra estupendamente el origen de nuestro oficio. No le quepa duda de que  la contaremos a nuestros empleados para que conozcan más de la industria de la que participan. Sin embargo, le tengo que decir con tristeza sincera que no hay nada que la Empresa pueda hacer por su caso particular. Deseo con vehemencia que sus problemas se solucionen, y le mando un afectuoso saludo.
Suyo Afmo.

Eulalio Ramírez
Abogado general, GE México

Postdata. Anexo un catálogo de nuestros productos. Si bien no son lo que Ud. pedía, pueden ayudarle mucho a su Señora en la vida cotidiana.


A la letra. Esa carta era para nosotros como la fe de bautismo de Juan Diego para un historiador. Un documento que probaba la existencia de una era remota, amarilla y quebradiza, escrita a máquina por una secretaria quién sabe cuántos años atrás, y dirigida a un pariente de uno de nosotros. Además venía de esa casa de fantasmas en la que Juan se perdía los sábados, y había muchas más como ella en el mismo cajón. La memorizamos y, por una temporada, competíamos a ver quién se la sabía mejor. Luego el juego se fue refinando: alguien decía una línea y el siguiente debía continuar de donde se quedó, después bastaba una palabra, empresa ¡pueda!; sin ¡embargo!; Ud. ¡pedía! (a la fecha, Ramiro y Germán cuando se encuentran se dicen "afectuoso" "saludo" y luego se abrazan). Es una  lástima que la carta se perdiera, porque serviría como prueba excelente de que Juan no era tan mentiroso como lo juzgó la gente cuando decidió hacer público su reclamo y contar la historia del descenso de su familia, hace unos años, antes de su propio descenso. Como por desgracia suele ocurrir en este país, la historia pasó inadvertida entre las últimas páginas del Semanario de lo Insólito, el único medio impreso que se dignó seguir medianamente el caso. Nos impulsa a repetirla un sentido elemental de justicia para con nuestro amigo, y el afán de que quien llegue a saber esto tenga una imagen más completa de la realidad, que recuerde lo que nuestra sociedad se empeña tanto en olvidar.

Los Oviedo, digámoslo de una vez, tenían su fortuna en hielo. En hielo de verdad, ese que ya nunca se ve en las ciudades, hielo mineral. Tuvieron incluso una mina, no de las mayores aunque productiva, cerca de Río Frío. Esto durante la Colonia; seguramente el rey de España o sus cortesanos enfriaban sus bebidas con hielo de Oviedo. No era una piedra barata, era un lujo de pocos y los mejores orfebres la engarzaban en collares y aretes para palidecer el escote y el rostro de las damas, o la ataban a una cadenita de oro para sumergirla en las copas de los banquetes, y le daban formas a cuál más caprichosa con las que competían los nobles españoles con los Borbones. Los Oviedo en aquella época habitaban un palacio junto al del marqués de Orizaba, frente al convento de San Francisco, que desgraciadamente fue demolido junto con éste al ejecutarse las leyes de Reforma, y fueron recibidos por varios virreyes. Luego vino la Independencia, y los líos que la siguieron, que no hace falta explicar, y la extracción dejó de ser rentable, así que la familia cambió de giro. Siguieron siendo prósperos, por supuesto no tanto, y conservaron el palacio y algunas amistades que les abrieron puertas. Aunque la mina quedó abandonada (siempre hemos querido saber su localización exacta, para hacer una excursión, y más ahora, con Juan en ese estado; suponemos que le haría bien), la familia, por tradición y por un orgullo que a la larga le habría de salir caro, compró todo el hielo que pudo, pensando además que con la producción paralizada, su valor aumentaría. Y sí aumentó, no tanto como hubieran esperado, pero seguían viviendo bien y perteneciendo a la alta sociedad de la ciudad. El golpe duro vino a mediados del siglo XX. Lo podrían haber visto llegar mucho antes, pero no se enteraron de que en Estados Unidos un tal John Gorrie había fabricado un material muy similar al hielo en 1851, a partir de agua. Pero ¿cómo se iba a enterar nadie de esas nimiedades? y ¿cómo iba a prever, aún sabiéndolo, que tanta gente iba a preferir, un siglo después, la imitación? Hubo otro aviso a principios del siglo pasado. En la década de 1910 se empezaron a vender máquinas para refrigerar y conservar comida. A pesar de que eran caras, y sólo los muy ricos en Europa y los Estados Unidos tenían una, y de que con la Gran Guerra su producción se detuvo, el valor del hielo cayó enormemente. Los Oviedo sufrieron el golpe pero Gaspar, el jefe de la familia en ese momento, lo atribuyó a la revolución que había en la propia patria. No hay plazo que no se cumpla, y aunque tardó llegó el día, años después, en que Emilita entró emocionada a casa, gritando que en Woolworth estaban vendiendo congeladores, y que tres de sus compañeros de la escuela ya habían pedido los suyos, y que imagínate papá, vamos a poder hacer todo el hielo que queramos, para hacerle más joyas a mamá y unas para mí y para mi muñeca, y vamos a tener más adornos en la sala y una nueva araña, más grande, para alumbrar, ¡compra uno, papá, ándale! Algo así suponemos que dijo, a pesar de lo difícil que resulta imaginar que aquella señora, tan grave, tan imponente, fue niña un tiempo. También suponemos que don Gaspar no le dijo nada, y que unas horas después estaba sentado con el gerente del banco, a punto de llorar y calculando si sería mejor suicidarse. De un día para otro, el hielo mineral valía tanto como el sintético. Es decir, como el agua. Don Gaspar no se suicidó, al final, pero tampoco hubo una araña nueva, aunque sí un refrigerador, y años después Humberto, Enrique, Emilia y Juan nacían en un multifamiliar muy lejos de aquella casa en la Roma donde todavía, frente a un espejo de hielo que la hacía ver como si no hubieran pasado los años, la abuela de nuestro amigo se colgaba las joyas de su propia abuela, sin darse cuenta de que, al enfriarse, su piel parecía la de una muerta, y por eso su nieto, en sus cumpleaños, dudaba antes de besarla.

Roedores, Karen Chacek

Los demás del grupo ven pasar figuras humanas. Yo veo roedores. Nadie lo cuestiona. Tan sólo me preguntan si las entidades se comunican conmigo de alguna manera. Siempre miento.

Los roedores caminan las construcciones, conocen de memoria cada pasadizo, rincón y falla en la estructura. Hay noches en que me aflige recrear en mi cabeza las imágenes del futuro cercano: ver cómo colapsan los muros del edificio, se desploman los techos, los plafones de cristal estallan y los del grupo morimos aplastados, todos excepto Jana, quien ese día no asiste a la sesión, porque su rodilla está inflamada como un globo de agua.

En noches como la de hoy, la idea de morir me da igual.

Maldita sea, basta con decir algo para que el destino te decrete una jugarreta. Hoy conocí a alguien –conocí a alguien. En cinco años no me había interesado por nadie. Pasamos la noche caminando las calles de la Colonia. Todavía no salgo de mi asombro: le conté todo y ¡me creyó hasta la última palabra!. Me pidió que no regrese a las sesiones del grupo: “Todos merecemos algo de emoción en la vida –dijo-. Por favor, no nos destruyas.”

La idea de abandonar el grupo está fuera de cualquier contemplación.
Cuando amenazó con marcharse, le prometí hablar con Jana y hacerla jurar por la salud de su madre, que el día en que se quiebren los tacones de aguja de sus zapatos y ella ruede por las escaleras del edificio donde trabaja, me llamará al celular. Entonces yo alertaré a los del grupo y todos saldremos ilesos de la construcción antes de que los techos colapsen.

Los roedores ríen al escuchar el plan. Quiero pensar que lo hacen como seña de complicidad.

Hemos pasado juntos tres meses maravillosos. Bebemos vino, reímos y ni siquiera prendemos la televisión. Cuando estoy en su casa nunca veo roedores, ni los escucho hablarme al oído.

En el grupo están furiosos. Siete de nueve me han retirado el habla.

Ayer no quise quedarme a dormir en su casa, a él no le dije la verdadera razón, tampoco le conté que Jana renunció a su trabajo; se marchó de la ciudad, horas después de que su madre falleciera  de una complicación renal en el hospital.

En la noche, desde la cama, escuché a los roedores reír sin parar.

Terminó conmigo: me llamó un capricho. En la sesión me enteré de que dos integrantes del grupo hablaron con él: le dijeron que nadie debe alterar el equilibrio universal a causa de un capricho. Los demás del grupo aplaudieron la iniciativa y se hizo un silencio. Después la charola con galletas rotó por el círculo y el tema quedó atrás.

Los odio. Debieron dejarme tenerlo.

En el grupo aseguran que hay algo que no les he dicho. En casa los roedores ríen cuando les platico. Saben de lo que hablo, todos estuvieron alguna vez donde estoy ahora. Me aseguran que regresar en el cuerpo de un roedor es la mejor de las venganzas.

La nueva integrante del grupo se llama Jana y también usa tacones de aguja. Luego de semanas de experimentar sólo apatía, acudir a las sesiones otra vez me entusiasma.

Todos merecemos algo de emoción en la vida.

Típico, Raquel Castro Maldonado

Típico: despiertas en un hospital, conectado a mil máquinas, y no te acuerdas de cómo llegaste ahí. Gracias a la sabiduría que proporciona estar más de ocho horas diarias frente a la TV, supones que sufriste un accidente. Buscas el timbre para llamar a la enfermera, quien –te imaginas: es lo típico– será joven y guapa, amable y tierna. Llorará sólo de verte (se habrá enamorado de ti durante las largas noches de cuidados intensivos) y te contará del accidente que no recuerdas: de la niñita que rescataste de un ataque terrorista o del presidente al que no arrolló una Hummer porque lo empujaste justo a tiempo.

Pero –típico– la enfermera nunca llega. Sólo cuando te has cansado de esperar te das cuenta de que hay demasiado silencio. Así que te quitas los cables que te cubren y te levantas, muy despacio.

Sales del cuarto, caminas por los pasillos desiertos, encuentras un cadáver y luego otro y otro y otro, todos con el cráneo destrozado, y sólo entonces intuyes que algo anda REALMENTE mal. Típico.

Así que buscas un pantalón y unos tenis, te los pones y sales a la calle que, típico, está llena de muertos redivivos, lentos y rígidos pero implacables, que no te quitan la mirada de encima y que comienzan a caminar directamente hacia ti.

Sientes miedo. No es para menos: hay cadáveres con el rostro destrozado, con fracturas expuestas, con caudas de intestinos polvorientos. Pero te repones del susto y te dispones a huir de ellos, porque piensas que los dejarás atrás. La parte ardua no puede ser ahora. Será más bien cuando –típico– hayas encontrado a una jovencita viva y solitaria, necesitada de amor y compañía.

Y corres.

Y te siguen.

Y te alcanzan.

Mientras destrozan tu cuerpo sientes dolor pero es más fuerte el enojo, más la tristeza, y más (todavía) la desilusión.

Típico, sólo ahora te das cuenta: todas las historias de zombis tienen miles de extras, y tú no eres más que uno de ellos.



Deterioro, Miguel Antonio Lupián Soto

Llegaron con las maletas atiborradas de ilusiones. Sus sonrisas no se extinguieron con el tufo de humedad que los golpeó al abrir la puerta. Se adentraron en la oscuridad protegidos por sus auras incandescentes. Él cruzó el umbral cargando a su mujer. Un crujido rompió el silencio de cristal. Luego otro. Se detuvo. Dos caracoles aplastados yacían en el piso de madera. Rieron estúpidamente y cerraron la puerta.

Primero cayó el tapón de corcho, luego sus ropas. La casa se llenó de calor, de vida.

Ocupaban los fines de semana los para pintar las paredes, arreglar las goteras y renovar la instalación eléctrica. La música que escuchaban y sus risas se escabullían coloreando las calles. A través de los grandes ventanales se les veía correr de un lado a otro de la casa con el cabello empolvado, las manos manchadas de pintura.

Una vez terminadas las reparaciones, aquella casa abandonada, inspiradora de cuentos de fantasmas, se convirtió en la más encantadora del vecindario.

Pero llegaron las lluvias y, como bien se sabe, el agua lo desnuda todo.

La pintura comenzó a desprenderse de las paredes. Las goteras revivieron en lugares estratégicos deformando los pisos de madera. Las miradas encendidas se diluyeron.

Repararon de nueva cuenta los desperfectos, pero con movimientos pesados, incómodos, como si una capa de moho se hubiera adherido a sus cuerpos. Sólo se escuchaba el golpeteo del agua en las ollas, en las cubetas, y el silbido del desencanto azotando las ventanas.

La armonía y calidez que habían cimentado con sus propias manos se convirtió en un caos reptante que infectaba con su huella gélida las paredes, las puertas, sus rostros.

La energía eléctrica perdió su fuerza y las tuberías su empuje. El calentador y la chimenea murieron de inanición. La línea telefónica se enfermó de mutismo.

Los antiguos amantes deambulaban por la casa arropados con gruesas cobijas evitando los charcos, las miradas; su piel se tornó gris, arrugándose con cada suspiro; sus cuerpos y sus mentes empequeñecieron; una coraza espiral aprisionó sus emociones.

A través de la penumbra contemplaron el agigantamiento gradual de la casa sintiéndose diminutos, intrascendentes. Estaban perdidos.

Hasta que sus miradas se reencontraron…

Se reconocieron en aquellos ojos tristes; ubicaron la llama que creían extinta. Recordaron. Recordaron y sonrieron.

Arrastraron sus pequeños cuerpos por el piso de madera rumbo a la puerta de salida, uno detrás del otro, prometiéndose un nuevo inicio.

Nunca se supo qué fue de la pareja. Los vecinos llamaron a la policía cuando, después de semanas, no los vieron ni entrar ni salir. Esperaban lo peor. Pero sólo encontraron sus ropas y la casa vuelta un muladar.

La agencia inmobiliaria se deshizo de los objetos personales y en poco tiempo una nueva pareja llegó a la casa.

Él cruzó el umbral cargando a su mujer. Un crujido rompió el silencio de cristal. Luego otro. Se detuvo. Dos caracoles aplastados yacían en el piso de madera. Rieron estúpidamente y cerraron la puerta.



Montgolfier hot air balloonFrameless parachuteBlanchard's air balloonLandscape with trees and cows
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