10 de septiembre de 2004 Vol. 5, No. 8 ISSN: 1607 - 6079
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Educación y cultura sostenible

Las tecnociencias que caracterizan la Sociedad de la Información vuelven a situar a la educación en el foco de la encrucijada, volviendo a plantear las cosas “ab initio”: tener que volver a afrontar planteamientos radicales, deconstrucciones o como quiera que se les llame.

En el siglo XXI, la formación en ciencias de la naturaleza, ha de implicarse en tres responsabilidades: describir el mundo de la vida y promover su reconocimiento; mostrar los mecanismos de su evolución y de su adaptación al ambiente, insertando en la comprensión de las formas de vida el rol sistémico de sus espacios vitales; y, como garantía final de supervivencia global, dado el poder manifiesto de la tecnología humana, debe asumir la interpelación radical sobre la sostenibilidad del devenir humano en la biosfera. Por estos caminos las tecnociencias de la vida quedan frente a una ética de la responsabilidad.

Decir que esta perspectiva de formación es la asignada a la transversalidad, es dar conformidad a que es imprescindible para el humanismo del siglo XXI; pero, dado el fracaso de la transversalidad en la formación, también es confesar impotencia para las rutinas de los campos de conocimientos como apartamentos estancos. A todos se nos exige, porque es responsabilidad de los formadores, planificar y actuar superando los carriles y roderas de nuestros propios itinerarios formativos. La magnitud del proyecto no postula meramente un plan de unidades didácticas concretas, es suficientemente magnífico como para requerir en los docentes un auténtico proyecto de vida profesional y exigir un propósito de cooperación interdisciplinar en el ámbito de las instituciones de formación.

Junto a ésta, son muchas otras las controversias que alimentan el diálogo social, cuyo origen estriba en situaciones conflictivas o problemáticas que, al final, confluyen en valoraciones de mala educación: el racismo y la xenofobia, los fundamentalismos, las drogodependencias, la violencia relacional (malos tratos, acosos sexuales y morales, violencia escolar...), la insolidaridad, la irresponsabilidad,... y todas las formas de desconsideración con el propio cuerpo (autoestima desestructurada, malos hábitos sanitarios, formas deficientes de consumo y de ocio), la hipertensión ocupacional y el aumento del estrés, la distorsión de las tramas emocionales y el padecimiento afectivo...

Muchas personas confunden los éxitos en la explicación de los mecanismos de la vida, con la dilucidación del problema de la enfermedad. Mientras crece el conocimiento, en los mismos espacios sociales donde se acrecienta, avanza el encubrimiento de la condición real de corporeidad y de la muerte como ocaso insoslayable. La relación médico-enfermo se tergiversa con esta forma de ceguera; el médico incrementa la demanda de tecnología accesible (de tecnociencia y tecnofarmacia) y focaliza en ella su práctica, el enfermo toma su malestar como una situación injusta de su derecho a la salud y exige los servicios que estén técnicamente accesibles.

El carácter problemático de estas situaciones es vivido como fracaso educativo, como infortunios educacionales que se magnifican en la Sociedad de la Información. Es obvio que no se trata de un fracaso escolar, sino de un fracaso cultural; no de un fracaso de enseñanza, sino de un fracaso de comprensión y de acción. A todo este panorama de debate se suma el del papel de la Pedagogía como campo de conocimiento del que se supone deben obtenerse criterios para decidir en el centro de la encrucijada, criterios de selección para los caminos a tomar, al menos para pensar sobre la educación, porque cabe entender que estos problemas sociales constituyen para la comunidad un gigantesco problema de formación.

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