El
nerviosismo de los héroes En 1969, Chacarita Junior salió campeón en Argentina contra todos los pronósticos. Este equipo humilde y sorpresivo era entrenado por un señor de respuestas tan rotundas como su nombre, Geronazzo. Cuando le pidieron la receta para la corona, respondió: “La primera vez que los vi me dije: ‘Ningún equipo puede jugar bien si tiene más del 30% de bobos’. Bajé el porcentaje y fuimos campeones”. En el fútbol está prohibido abusar de la tontería. Todo equipo que se precie de representar a la condición humana debe incluir a un par de tarados, pero de ahí no puede pasar la cosa. El fútbol depende menos de los músculos que de la imaginación. El arte de saltar y jalar camisetas es una actividad mecánica que acompaña destrezas más significativas: la finta espectral, el pase al hueco cómplice, el amague de angustia, la pelota recuperada al anticipar la oscura intención del enemigo. El conjunto de estas virtudes integra la enciclopedia que llamamos “picardía” y que el jugador de talla mundial se sabe de memoria. La condición física influye en el rendimiento pero no es decisiva. Si alguien pasa la mejor parte de su juventud en una hamaca, difícilmente tendrá derecho a amarrarse las agujetas en un vestidor de primera división. De cualquier forma, lo que define al genio de las canchas, su toque de calidad, es un atributo psicológico tan distintivo como la paranoia, la melancolía o el sentido del humor. El futbolista pensante es preferible al que lleva un Nintendo en la cabeza, pero no todas las formas de la inteligencia sirven en la cancha. El razonamiento abstracto se vuelve dañino con la pelota en los pies. El fútbol exige una mente tan rápida y certera que debe confundirse con la intuición o los reflejos. Rodeado por tres marcadores, Romario descubre en un parpadeo la ruta de evacuación. Estamos ante uno de los pocos delanteros capaz de fintar a tres defensas con el hombro, de sortearlos con equilibrio de funámbulo de circo y nervios de corresponsal de guerra. |