Reglas para estar alegre

El fútbol también existe cuando la pelota no está en juego. El ejemplo más evidente es el festejo de los goles. La anotación normal desemboca en el abrazo colectivo y el regreso al medio campo. En ocasiones, la celebración se erradica por motivos tan tristes como éste: el equipo va perdiendo 0 a 5 y el ínfimo gol a favor es una prueba humillante de que los perdedores pueden jugar mejor. Otras veces, la fiesta es un solitario performance de la dicha: la voltereta de Hugo Sánchez, los brazos extendidos de Careca y su sinuoso recorrido de avión fumigador, el niño imaginario acunado por Bebeto, el zapato de Cardozo en la oreja, como un teléfono del Superagente 86.

Los estadios se han quedado perplejos ante las versiones cada vez más protagónicas y desaforadas de la felicidad postanotadora. Para los proclives al carnaval, el festejo resulta más complicado que el gol. Un oportunista que cucharea un balón rumbo a las redes, a un metro del portero, es capaz de correr hacia las rejas de la porra brava y trepar por los alambres con un dinamismo que jamás mostrará en la cancha. En cambio, el búlgaro Stoichtkov reventó a las más variadas defensas con trallazos incontenibles sin ceder a arrebato más emotivo que el intenso odio con que veía a sus rivales y a sus compañeros.

El ariete del género romántico no pierde oportunidad de rubricar su gol con un beso. Esto permite quedar bien con un familiar o una nación que requiere terapia de apoyo; en el Mundial de Francia Rivaldo besó con frenesí su alianza matrimonial y Zidane, descendiente de argelinos, besó la camiseta azul para lograr, según Le Nouvel Observateur, el gesto de integración racial más importante de la posguerra.Por si estos signos de pasión no fueran suficientes, se ha puesto de moda que los anotadores se quiten el uniforme para mostrar su elocuente ropa interior: fotos de sus hijos, una estampa de la Virgen o la consigna “Salven a los delfines”. Esta variante editorial del festejo es la menos espontánea y la que mejor revela que los jugadores no sirven como periodistas.

La alegría es un valor subjetivo. Hay quienes celebran con una pamplonada interior y quienes corren como poseídos para abrazarse con su entrenador y derribar las cantimploras de agua. Pero el fútbol exige reglamentos. Los desorbitados que bailan una lambada muy larga, reciben tarjeta amarilla.