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La
tendencia a la sustitución del estado y a la gestión
pública por la governanza eficiente a
cargo principalmente de la iniciativa privada está teniendo
consecuencia trascendentales en esferas muy diversas
que resultaría ahora prolijo analizar con rigor.
Ya hemos apuntado el desplazamiento y el desprestigio
del estado y de la gestión pública; otra
consecuencia es la marginación y el descrédito
de la política en beneficio de la gestión
eficiente. Todo eso apunta a la sustitución del
estado como agente principal y regulador de las políticas
públicas en beneficio del mercado libre y la privatización.
Desde hace años, el crecimiento espectacular de
las patentes y de los derechos de propiedad sobre todo
tipo de productos naturales y tecnológicos, es
un ejemplo evidente de la fuerte tendencia que conduce
a la privatización del conocimiento.4
El
nuevo contexto deposita todo el poder en la eficiencia
y el buen funcionamiento de los mercados, de manera que
el debate democrático, la negociación y
la participación dejan de ser elementos centrales
del sistema y no sólo pierden interés y
valor, sino que además devienen molestos, en la
medida en que implican debate y participación
y eso hace más compleja e imprevisible la toma
de decisiones. En definitiva, representan un obstáculo
para las formas de democracia piramidal. Dominique Pestre
ha relacionado la creciente importancia de este proceso
con la derrota del ideal de la democracia de la deliberación,
tal como fue formulada por Jürgen Habermas, entre
otros, al inicio de la Guerra Fría.5
La decadencia de la democracia deliberativa se está produciendo
en beneficio del saber técnico de grupos de expertos
aparentemente neutrales que, en realidad, se encuentran
condicionados por intereses económicos y sociales
que son claramente identificables. Estamos asistiendo,
pues, a una transformación del universo democrático
caracterizado por la sustitución de la democracia
deliberativa del estado, la política y el diálogo,
por una tecnocracia legitimada por el criterio de los expertos.6 Es
fácil comprender, que, bajo estas circunstancias,
el talante tecnocrático del nuevo discurso desprecie
la política con el argumento-fuerza de que los políticos
no son expertos, dependen de las elecciones y manipulan
la democracia del diálogo en beneficio de sus intereses
de gobierno.
Este proceso se está acelerando precisamente en
un momento delicado, porque en la era del mercado global
la toma de decisiones depende de una amplia variedad de
lógicas que van más allá del intercambio
de argumentos y de las regulaciones estatales. La esfera
política del estado está perdiendo importancia
porque los actores económicos juegan, cada vez más,
un papel fundamental en el proceso de producción,
innovación, compra y venta, es decir, en la economía
del conocimiento y en la producción de riqueza.
Así las cosas, la tendencia actual hace que las
grandes decisiones se adoptan cada vez más al margen
de los estados: dependen directamente de la dinámica
de los mercados internacionales. Los principales actores
de la economía mundial se han convertido en meta-poderes,
cuya fuerza reside en su capacidad de crear y producir
conocimientos y objetos, y en la posibilidad de invertir
donde consideren más oportuno, abandonando los países
que no favorecen sus intereses.7 Llegados
a este punto, conviene recordar que estos meta-poderes
económicos no se legitiman democráticamente
mediante las formas clásicas de la representación,
que han sido sustituidas por órganos de gestión
como por ejemplo los bancos centrales, los consejos de
administración o las juntas directivas. Cuando este
sistema provoca un conflicto de intereses o una vulneración
de las normas, entonces es la administración de
justicia la que se ocupa de resolver los conflictos.
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