El caso del automóvil
Algo similar había ocurrido, por ejemplo,
cuando se inventó el automóvil; cuyos primeros prototipos simplemente
injertaban el motor sobre la forma del carruaje, que era una estructura formal
sobradamente conocida en aquel momento y cuya función podía asimilarse
a la que estaba proponiendo el nuevo invento del automóvil; no fue hasta
tiempo mucho después que se desarrolló un esquema figurativo
propio y exclusivo para el automóvil, ya bien diferenciado del carruaje.
La eficiencia de las prestaciones ligadas a la velocidad, la seguridad, la
aerodinámica, etc., los avances tecnológicos y las condiciones
de comercialización masiva han ido modelando, desde entonces, aquellos
diseños iniciales hacia las bellas formas funcionales que hoy conocemos,
produciendo un fructífero repertorio tipológico. Así,
también los primeros edificios que se proclamaron bioclimáticos
tenían aún algo de arquitectura convencional en la que se adosaban,
injertaban o empotraban aparatos ecoeficientes o gadchets tecnológicos,
metafóricamente análogos a los carromatos con motor.
Prototipo del primer vehículo de Henry Ford y automóvil contemporáneo
A finales de los setentas y principios de los ochentas se produjo una nueva revolución tecnológica –para algunos tan importante como la revolución industrial- y con ella surgió la arquitectura high tech, que pronto se aliaría con esta línea bioclimática para producir el estilo híbrido del eco-tech, representado por Norman Foster, Richard Rogers, Renzo Piano, Michael Hopkins, etc. De modo que una parte de la cultura arquitectónica de vanguardia actual ha retomado como uno de sus ingredientes, de forma más o menos rigurosa, el diseño con criterios ambientales, sobre todo centrados en la eficiencia energética –es decir, en cuestiones bioclimáticas-. En todos estos arquitectos está presente de nuevo la fe optimista en la tecnología, que retoma las ideas de algunos pioneros como R. Buckminster Fuller o Jean Prouvé. Para Buckminster Fuller la tecnología era el medio para conseguir más con menos, lo que significaba la búsqueda de una eficacia profunda en la utilización de menos materiales, menos energía y menos tiempo. Esta noción es central en la mayoría de los arquitectos high o eco-tech, y supuestamente constituye el principal argumento expresivo de la arquitectura que producen, porque a diferencia de lo que ocurriera en los años 70, ya se ha encontrado un lenguaje arquitectónico con expresión propia capaz de incorporar eficazmente los dispositivos bioclimáticos o, en el mejor de los casos, cuyas primeras concepciones formales se derivan directamente de requerimientos relacionados con la sostenibilidad, tras haber sometido al proyecto arquitectónico a nuevas exigencias, tales como la eficiencia energética, el tratamiento de los materiales, la utilización del agua, etc. De este modo, puede decirse que las vanguardias eco-tech y high-tech han abierto una línea de experimentación formal ciertamente sugerente, partiendo de una transformación verdadera y completa de las reglas compositivas de formalización hasta ahora utilizadas y no de la mera superposición de una serie de gadgets tecnológicos sobre estructuras formales preconcebidas o tradicionales
Volviendo al concepto de tecnología de Buckminster Fuller, como idea, es difícil no compartirla. Incluso podemos encontrar también esta eficiencia en la arquitectura popular, ejemplar en el desarrollo de modelos óptimos con rendimientos máximos y mínimo consumo de materiales o energía. Sin embargo, en la mayoría de los edificios adscritos al eco-tech la supuesta eficiencia profunda no es tal, por más que las formas y la vistosidad de los diseños arquitectónicos se empeñen en destacar su supuesta optimización del consumo de recursos. En efecto, si –desde el punto de la eficiencia- se considera y contabiliza toda la energía y los materiales consumidos en todo el ciclo constructivo (desde la extracción de los materiales, su fabricación, puesta en obra, etc.), la vida del edificio (consumo energético para el acondicionamiento climático, mantenimiento, etc) y los residuos que éste genera, la mayoría de las arquitecturas eco-tech, o las que hoy se presentan como sostenibles, son muy poco eficaces según los parámetros de Buckminster Fuller. Posiblemente, el consumo energético para la fabricación de determinados materiales, el transporte de los mismos, los residuos futuros que generarán, etc. no compensen el ahorro energético que seguramente consigan en el aspecto del acondicionamiento térmico: en lugar de conseguir más con menos, consiguen más con más, lo cual nos aleja bastante de esa optimización buscada. De modo que, en pos de la verdadera eficiencia profunda, debe ampliarse la mirada desde la simple consideración de los aspectos bioclimáticos a las relaciones e interacciones complejas que forman parte del concepto mucho más amplio de la sostenibilidad.
Por otra parte, esta vía de innovación tiene serias limitaciones en sus planteamientos. La experimentación formal de vanguardia tiene como objeto, en la mayor parte de los casos, edificios de carácter singular, donde es habitual que se aplique la lógica del “prototipo construido”, de la obra única e irrepetible, y por lo tanto difícilmente extrapolable como solución generalizable para resolver un problema que ha adquirido una dimensión global, pues tal y como indicábamos al principio la mayor parte del consumo energético mundial está actualmente relacionado con la vivienda y los asentamientos urbanos.
Así pues, este tipo de propuestas suponen un paso más; pero aún muy insuficiente. La insostenibilidad de nuestros asentamientos se encuentra en el modo en que se produce masivamente la edificación residencial, en el modelo urbano que sirve de patrón a esta producción y en los hábitos de consumo asociados. En definitiva, si la vanguardia arquitectónica quiere contribuir en el esfuerzo de habitar de un modo más sostenible ha de entender que sus experiencias deben dotarse de un cauce para transvasar conocimiento y tecnología a la producción masiva de edificios.
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