La paz perpetua

Tratemos de sintentizar hasta aquí el razonamiento kantiano a favor de la paz perpetua: ésta sólo se consigue si, primero, se da un pacto entre Estados republicanos que deciden abandonar el estado de libertad salvaje imperante para formar una comunidad pacífica en la cual ninguno de los entes políticos pierde su soberanía porque ellos mismos, así reunidos, son la autoridad máxima que los regula y controla. Se trata, por ende, de una decisión racional vinculada con la concepción de un derecho de gentes que no debe consistir en un derecho de guerra, pues es este recurso, justamente, el que se intenta dejar atrás. Cualquier derecho de gentes que incluya un derecho de guerra (ius ad bellum) conduce, eventualmente, a la paz de los sepulcros, no a la paz en la que puedan convivir todos los pueblos y naciones.

A formar una federación libre les obliga, a los Estados, la guerra. Si bien no necesariamente la guerra efectiva, esto es, las batallas y combates, sí la amenaza y la inseguridad permanentes. El estado de naturaleza entre las naciones también se refleja, de manera importante, en la conducta inhospitalaria hacia extranjeros. Por ello incluye Kant, como una condición sine qua non para conseguir la paz perpetua, un derecho cosmopolita en el Tercer Artículo definitivo del tratado: “Se trata en este artículo, como en los anteriores, de derecho y no de filantropía, y hospitalidad significa aquí el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente por el hecho de haber llegado al territorio de otros.”7

Es interesante señalar que este derecho cosmopolita pretende, sobre todo, condiciones de justicia que respondan a la concepción de persona humana que tiene Kant, en tanto poseedora de dignidad y de autonomía y, por ende, que pusiera el acento en la necesidad de garantizar el respeto a los derechos fundamentales pertenecientes a todo ser racional. El ideal cosmopolita de Kant no consiste, por supuesto, en suprimir las barreras territoriales y hacer del mundo una sola comunidad, sino construir un concepto global de justicia. Si el comercio y la cultura se extienden por todos los rincones del plantea, es deseable que también para estos principios básicos no hubiese barreras.

El tratado kantiano no podría estar completo si no se analizara la dificultad más seria con la que habrá de toparse cualquier intento por construir la paz perpetua: la supuesta incompatibilidad entre moral y política. A esta importante cuestión se aboca en el Suplemento segundo y en los dos Apéndices en donde destaca, sin duda, el famoso “artículo secreto”, cuyo contenido se refiere a la contribución de los filósofos—no como hombres de poder— a allanar el camino para la paz. Sobre la aparente discrepancia entre moral y política, Kant empieza estableciendo la realidad objetiva de la primera, en tanto “suma de leyes incondicionalmente obligatorias de acuerdo con las que debemos actuar”8. Una vez reconocida la autoridad de la moral, resulta una “incoherencia manifiesta” el afirmar que es imposible actuar conforme a ella. Habría que despojar a la moral de todo concepto de autoridad para aceptar que no estamos obligados a seguir sus mandatos y que podemos acomodarla a nuestros muy variados intereses. Así, para Kant, se trata de una oposición artificialmente creada ——aunque sumamente conveniente——, porque si se actuara conforme a ella se disolvería el dilema entre la teoría y la práctica.9

Nadie negaría que moral y política son difíciles de compaginar. En la práctica política no es fácil guiarse por el respeto a la ley, tanto en el ámbito interno, como en el externo. Kant no intenta negar este hecho. Su crítica va dirigida a la pretensión de hacer del conocimiento empírico la piedra de toque para la formulación de máximas, ignorando lo que ya ha sido juzgado conforme como lo correcto o lo justo. De manera que el mayor impedimento para la paz no es la maldad humana, ni el destino ineluctable, sino una especie de “mala fe” que consiste en soslayar el juicio de la razón práctica a favor de una “sabiduría pragmática”, lo que nos aleja cada vez más del imperativo de obrar conforme a la justicia y el derecho.

La manera de resolver la supuesta incompatibilidad entre moral y política consiste en el llamado por Kant “principio de publicidad”. Principio que, al ponerse en práctica, invalida la tesis según la cual la justicia es lo que el poderoso impone, pues gran parte del éxito de dicha fórmula (la de los poderosos) descansa en la no publicidad de los propósitos que se persiguen. Por el contrario, toda máxima jurídica aspira a la publicidad, esto es, a ser reconocida por todos como algo legítimo, pues sólo así puede garantizarse su cumplimiento. La idea rectora del principio es bastante sencilla: si no se pueden hacer públicos los propósitos de una acción (p.e. pensemos en las “razones” que se ofrecieron tratando de ocultar los verdaderos propósitos para ir a la guerra de Irak), entonces la máxima que la justifica es injusta y, por ende, contraria a derecho.

Con el principio de publicidad, Kant se anticipa a una de las ideas que hoy tienen mayor vigencia cuando se trata el tema de la democratización de la política y la creación de una “esfera pública”. En efecto, existe la convicción cada vez más clara de que una práctica política dirigida a lograr los mayores beneficios para los ciudadanos, pasa por la construcción de una esfera o ámbito en el cual sea posible la discusión publica de las iniciativas de gobierno y de las demandas de los ciudadanos. El principio de publicidad kantiano, así como el de esfera pública, está concebido como un contrapeso necesario al poder político en la medida en que se harían explícitos intereses muchas veces contrarios a las demandas legítimas de los ciudadanos que son, idealmente, las que deberían guiar la práctica de los políticos.

La conclusión que debemos obtener del tratado de Kant es que el establecimiento de una paz definitiva, además de un deber, es una esperanza bien fundada mientras se le considere un ideal proyectado por la propia razón y al cual nos podemos acercar poco a poco, pero de manera constante.

Pensamiento utópico o no, el hecho es que para Kant un proyecto de paz definitiva no puede ser concebido sin una visión cosmopolita del derecho y la justicia. Sin duda en esto Kant superó a muchos de sus contemporáneos que, en su tratamiento de las relaciones interestatales soslayaron la necesidad de insertarlas en un marco jurídico más amplio. En particular, deberíamos reconocerle al cosmopolitismo kantiano su contribución a que ahora aparezcan en las agendas de las instancias internacionales el tema de derechos fundamentales que competen a toda la comunidad mundial.

Ciertamente Kant expreso una de sus tesis más trascendentes al apuntar que un derecho de gentes público tiene que dar lugar a la creación del derecho cosmopolita, entendido como la globalización de la justicia. Si la época de la posguerra se distinguió por los esfuerzos en materia de derecho internacional, esto es, definición, regulación y control de los conflictos bélicos, la era post—Vietnam se ha caracterizado por la instrumentación y puesta en práctica de una idea de justicia que rebasa las fronteras geográfico—políticas. Asimismo, los movimientos ciudadanos probarían el alcance de las tesis kantianas en el sentido de la urgencia por construir una comunidad mundial en términos de condiciones justas a contrapelo de la globalización económica o de mercado. Nunca se dio en el pasado la importancia que hoy se da al tema de los derechos humanos en tanto derechos inalienables e imprescriptibles. Y lo mismo puede decirse del movimiento pacifista mundial: las marchas en contra de la injusta guerra contra Irak que tuvieron lugar en las principales capitales del mundo en los primeros meses del año de 2003 y que han continuado hasta la fecha, podrían ser el prognostikon al que Kant se refiere como un síntoma de progreso moral de la especie, ese progreso que puede no ser lineal o continuo, pero que es impostergable mientras no renunciemos a plantearnos fines e ideales, así nos parezcan remotos, lejanos e imposibles.

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