10 de abril de 2004 Vol. 5, No. 3 ISSN: 1607 - 6079
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En Auschwitz no había espacio alguno para la muerte...

El sentimiento amargo de Améry

Pero, ¿qué significa moralizar la historia si el precio que hay que pagar es justamente la “demolición del hombre”? Difícil resulta, en este sentido, comprender a fondo el sentimiento amargo de Améry, y no pretendo con esto banalizar la experiencia del campo de exterminio, sino tratar de comprender en qué consiste la diferencia, por ejemplo, con Primo Levi, que cree justamente que moralizar la historia no pasa por el resentimiento, aunque quizás éste sea inevitable, sino por la necesidad de construir la memoria de aquello que sucedió, por seguir dando testimonio, escribiendo, a pesar de haber “perdido la lengua”, para que eso no vuelva a suceder. Escribir es, en este sentido, el antídoto contra el resentimiento y el rencor, la “cura” del terrible trauma del campo. Para Améry, la escritura parece más como un apéndice de la tortura, un reafirmar, aunque esto signifique un robarle espacio, aunque momentáneo, a aquello a lo que ha quedado reducido a partir de su paso por el campo: carne y muerte, porque la palabra, escribe el autor, “cesa en cualquier lugar donde una realidad se impone como forma totalitaria. Para nosotros ha muerto hace mucho tiempo. Y ni siquiera nos ha quedado la sensación de que fuera menester lamentarnos por su pérdida.” (Améry, 80) Y sin embargo, escribe. Hay en Améry un vaciamiento total del sujeto, un auténtico “deshabitar” su propia vida que lo define como totalmente diferente a un Primo Levi, un Jorge Semprún, o un Imre Kertész. “Ya no era un yo y había dejado de vivir en un nosotros. Sin pasaporte, sin pasado, sin dinero y sin historia. “(Améry, 114) Y sin embargo, era el pasado el que lo había hecho detenerse en un punto muerto, el que lo imposibilitaba para pensarse en un posible devenir, devenir otra cosa que un nombre propio convertido en anagrama y traducido a otra lengua. Hans-Jean, Mayer-Améry no fueron lo suficientemente sólidos como para encontrar en esta transformación un “sucesor” a la experiencia traumática, Jean Améry, el nombre, se queda justamente en el plano del resentimiento, su bien intencionada transmutación no da lugar a la esperanza, no abre las puertas para que Auschwitz no se repita. Recordar, ¿para qué? “Recordar. He aquí la palabra clave, y nuestras reflexiones retornan espontáneamente a su objeto principal: a la pérdida de patria que sufre el desterrado del Tercer Reich. Ha envejecido, y en un lapso de tiempo que ahora ya se cuenta por décadas, se ha visto obligado a aprender que la herida infligida no es de las que cicatrizan con el paso del tiempo, sino que padece una insidiosa enfermedad que se agrava con los años.”(Améry, 133-4)’

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