Los abismos de la representación
Otro anillo excéntrico o concéntrico que se abre como una herida simbólica en el costado agónico o antagónico del animal perfecto que es la novela es la presencia, dentro y fuera de ella, como objeto textual y como objeto histórico de un Quijote apócrifo, de un falso Segundo tomo debido al inasible escritor Alonso Fernández de Avellaneda (1614) donde se cuenta la tercera salida del personaje. Resulta imaginable el sinsabor que la publicación de este libro debe haber despertado en Cervantes. Es obvio empero que haciendo de tripas corazón y de la imitación alevosa astuto recurso novelístico, Cervantes o su narrador —Cidi Hamete Benengeli, otro rizo del tiempo— supo aprovechar esa ocasión y, al vuelo, abrir de par en par las puertas de la novela al viento irresistible del simulacro y darse el lujo de medir su fantasía “real” con la insustancial fantasmagoría imaginada por Avellaneda. Por
eso en la Segunda Parte del Quijote caen las máscaras
y todo se vuelve máscara. Se acentúa el oficio de Don Quijote
y el de Sancho como un oficio dramático: de un modo u otro, todos
actúan y el túnel de la ficción los succiona a todos
llevándolos a precipitarse en el abismo de la representación
que se representa a sí misma, la novela dentro de la novela. Esa
es una veta que recorrerá la historia y el arte español
del Siglo de Oro, de Cervantes a Calderón y, por supuesto, a Velázquez,
el pintor de las Meninas.
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