Revista Digital Universitaria
10 de febrero de 2007 Vol.8, No.2 ISSN: 1607 - 6079
Publicación mensual

 
     

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Supe en la respuesta esquiva que Monroy se traía algo entre manos; Vi que los respaldos de los asientos vacíos se apretaban contra el borde de la mesa, como si en su paso por la sede, aquellos dos no hubiesen alcanzado siquiera a sentarse.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

pilapapeles

 
   

α

Oscurecía cuando ingresé en la sala. Había faltado a la última reunión, la semana anterior, y estaba ansioso por conocer lo que Sapiro, en un encuentro callejero y furtivo, me había adelantado como “la mayor conquista de la cofradía y, probablemente, de la filosofía toda”. Monroy estaba erguido en su silla, con ese aire de barrigón satisfecho y expectante, las piernas abiertas, las manos regordetas apoyadas sobre los muslos, como si un instante antes se hubiese remangado los pantalones para sentarse y sostuviera todavía las arrugas de la tela entre sus dedos. Pero el cenicero lleno, el olor del tabaco frío, dejaban ver que había estado sentado, fumando mansamente mucho antes de que yo llegara. De no ser porque lo conocía de tanto tiempo y sabía que esos hoyos en sus mejillas, como ombligos espontáneos, denunciaban una sonrisa de bienvenida  ―una sonrisa que en general pasaría inadvertida bajo la cascada gris de su bigote―, me habría sentido intimidado por aquel gesto de cacique mudo. Colgué mi abrigo y mi sombrero, empapados por la lluvia, y pude ver que junto al sombrero de Monroy estaba el de Sapiro, su saco azul, y más allá, la capa y el sombrero negros de Cartoffel. Caminé y miré escaleras arriba hacia la puerta del desván. No parecía haber nadie allí.

 -―¿Dónde están Sapiro y Cartoffel? ―le pregunté a Monroy, acercándome a la mesa, redonda y desierta. Era extraño que esta vez no hubiesen libros o papeles arrugados.
  ―No tardarán en regresar ―me dijo, invitándome con las manos extendidas a que me sentara.
  Había tres sillas además de la que ocupaba Monroy. A su derecha se sentaba Sapiro; a su izquierda, Cartoffel. Yo me sentaba enfrente de él. Me dejé caer exhausto.
 -―¿Adónde fueron estos dos? Sus abrigos están colgados en el perchero ―señalé. Pero antes de que pudiera responderme, volví a preguntar―: ¿Te sobra algún cigarro? Preciso fumar.
  ―Claro ―dijo Monroy con su habitual calidez, sacó la tabaquera de su viejo chaleco y me la acercó para que yo escogiera.
  ―Gracias ―Tomé uno al azar. ―Al fin un poco de fuego en medio de tanta agua.
  Encendí el cigarro. El humo dejó ver pronto el cono de luz que caía a desgana sobre la mesa.
  ―Bueno ―volví a inquirir―, ¿y entonces adónde fueron Sapiro y Cartoffel con esta lluvia?
  ―Ya sabes cómo son ―contestó Monroy―: lluvia, no lluvia, todo les da más o menos igual.
  Supe en la respuesta esquiva que Monroy se traía algo entre manos; Monroy y quizá también Sapiro y Cartoffel. Vi que los respaldos de los asientos vacíos se apretaban contra el borde de la mesa, como si en su paso por la sede, aquellos dos no hubiesen alcanzado siquiera a sentarse.
  ―¿Y cómo has estado estos días? ―pregunté para amenizar un poco la conversación.
  ―¡Maravillosamente bien! ―exclamó Monroy. Era entusiasta, pero su respuesta parecía deberse a un motivo específico más que a su natural optimismo. Encendió un cigarro y no tardó en agregar―: Lo hemos conseguido, Tulp. ¡Lo hemos conseguido! Las Formas Puras. ¡Las hemos visto!
  Me sobresaltó la noticia; me despertó sospechas, escepticismo, envidia. Me indignó.
  ―¡Pero cómo no me avisaron! ―protesté escandalizado.
  ―Los estatutos son inflexibles, no preciso recordártelo. Faltaste la semana pasada.
  ―¿Pero dónde? ¡Cómo!

-―Aquí ―dijo Monroy y liberó una bocanada de humo hacia el lugar de Sapiro. La danza de las volutas hizo reaparecer el cono que proyectaba la lámpara, pero para mi sorpresa, más allá del respaldo de la silla vacía, se hizo patente con el humo un Triángulo de luz que flotaba inmóvil.

 

 
   
 

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