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Existen un sinnúmero de estudios orientados a señalar el papel de las estructuras políticas y la acción en los diferentes procesos de colonización en América; y a la vez, otras muchas que explican cómo las diferentes identidades se fundieron luego del advenimiento de los Estados Nación; en parte estigmatizando o marcando a ciertos grupos minoritarios en forma subordinada al orden hegemónico. (Sahlins, 1988) (Miles, 1989) (Taussig, 1990) (Hobsbawm, 1983) (Calvo, 1996) (Pagden, 1997) (Korstanje, 2007).

 

La división de sexos no parece ser el caso contrario a esta idea. El objetivo del siguiente trabajo es describir las diferencias de los pueblos germánicos y el imperio romano en cuanto a estas construcciones y a sus ocupaciones en la vida cotidiana. En este contexto, lo poco que se ha podido reconstruir de las costumbres germánicas (al constituirse como sociedades a-grafas) ha sido gracias a los textos latinos clásicos (aun con sus prejuicios y etnocentrismos).

 

Comprendemos con Eliade (1968) a la mitología o al mito:

 

como una historia fabulada situada en un contexto atemporal (siempre mejor al presente) la cual narra los orígenes del mundo y las prácticas de los primeros hombres o hazañas de seres extraordinarios cuyos componentes condicionan las prácticas sociales en la actualidad.

 

Además, como también afirma Solá, consideramos que cada pueblo puede ser estudiado y sus comportamientos explicados, por medio de un correcto análisis de su mitología. (Solá, 2006). Entonces, ¿cuáles son las diferencias en las mitologías nórdicas y latinas?

 

Del mito a la guerra

 

En primer lugar, cabe aclarar que la mitología nórdica (a diferencia de latina) poseía ciertos matices y diferencias por la variedad y diversidad étnica de los mismos pueblos que comprendían a esta categoría social. En ciertos casos, los dioses predominantes eran sumamente pacíficos, como el caso de las tribus del norte (Escandinavia), quienes veneraban a Nerto, diosa de la fertilidad y los cultivos; a Balder, dios de la luz; a Freyja, diosa del amor; y a Fricco, hermano de Nerto (Meunier, 2007) (Korstanje, 2008a).


No obstante, las tribus del sur –sobre todo aquellas ubicadas en los límites con Galia y, posteriormente, con Roma–, demostraban adorar a dioses con características bélicas como Wodan u Odín, dios de la Guerra y el comercio; Locki, dios del fuego; Thor o Donner, dios relámpago; entre otros. Por motivos desconocidos, pronto las pacíficas etnías del norte comenzaron a adoptar a Odín o Wodan como la principal deidad y, a la vez, a la guerra como su industria más importante. (Branston, 1962) (Meunier, 2007) (Wilkinson, 2007) (Korstanje, 2008a)


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La mitología nórdica y romana

La etimología de la palabra germano está sesgada por un pasado no siempre muy claro, pero existen dos pistas interesantes: la primera de ellas, hace referencia a la palabra heer (guerra) y mann (hombre), por lo tanto germano significaría “guerrero”. Sin embargo, por el momento, todo parece indicar el término deriva del celta (galo) carmanos que significa “los que gritan”. Es posible que los antiguos galos hayan observado esta distinción en los germanos antes de lanzarse hacía la guerra como método de intimidación; lo cierto es que originalmente el vocablo ha sido usado por Posidonio de Apamea y difundido por Caius Julius Caesar, cuando escribe sus Testimonii.1

 

Ahora bien, se observa cierta similitud también con la palabra latina cormanus: cor (corazón) y manus (mano)-, cuyo significado es “quienes hablan con la mano en el corazón”. Más específicamente, si bien se conoce el momento en el cual es usado por primera vez, 58 a 51 AC, su origen etimológico aún se torna poco claro. Para la época romana, los germanos habían descendido hasta ocupar los márgenes del río Rin y porciones de la Galia; diversas incursiones, primero contra las tribus galas (célticas), luego con los romanos, le dieron a los germanos una fama de “bravos guerreros”.

 

La mirada romana y los prejuicios de la época de un Imperio que anhelaba volver a la austeridad y a la pureza espiritual perdida, le dieron a los nórdicos una imagen que oscilaba entre la admiración (por su valor y austeridad de costumbres) y el desprecio (por su falta de razón y supuesto primitivismo) (Robert, 1992) (Meunier, 2006) (Gerlomini, 2007).

 

Su forma de organización se dividía en tres estamentos: nobles, capaces de heredar propiedades y riquezas; hombres libres, cuya distinción era la capacidad legal de portar armas; y esclavos, el más bajo de los escalafones. Todos los hombres libres eran llamados dos veces al año a multitudinarias asambleas, denominadas Thing, donde discutían el destino de su tribu. Las diferencias surgidas por dos hombres libres se dirimían, en última instancia, con un duelo que culminaba con la muerte de uno de los dos involucrados, el holmganga.2

 

Aun cuando estas tribus no dejaran un corpus escrito de su mitología, diferentes tradiciones orales fueron transmitiéndose de generación a generación, conformando lo que actualmente se conoce como mitología germánica. No obstante, las formas y leyendas, así como los dioses adquieren diferentes interpretaciones, sentidos y connotaciones, dependiendo de los diferentes grupos que componían este entramado social.3

 

Una de las cuestiones que más impresionó a los romanos cuando tuvieron contacto con ellos, fue el papel que desempeñaba la mujer en la vida pública de los hombres libres: iniciando ritos de augurio, ya sea para la guerra o para el trabajo, eligiendo los matrimonios para sus hijos, o teniendo la facultad de heredar por linaje materno (César, 2004) (Tácito, 2007).

 

En este sentido, es posible que el papel de la mujer en la organización social, se fuera relegando a medida que se abandonaban los cultos a las diosas Nerto y Freyja; y se adoptaban como propios los dioses de la guerra, Wodan o el irritante Thor. Si bien, puede existir una similitud entre la Freyja (nórdica) y la Venus Amatoria (latina), lo cierto que es la demostración de amor romántico en el mundo latino era un signo de debilidad y afeminamiento, por tanto, era repudiado por el varón. Mientras en el mundo nórdico era señal de virtuosismo. El parentesco divino entre Freyja, diosa del amor, y Fricco o Frigg, dios de la fertilidad, parece prueba –aunque algo polémica- de la relación entre la tierra y el trabajo. Así, la mujer se configuraba en el ámbito público como la organizadora del mismo en épocas de paz (Korstanje, 2007).4

 

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Avance tecnológico y pequeñez ante el mundo

Por otro lado, es conveniente desarrollar el tema y explicar cómo ambas estructuras (creencias) se articulan en la conformación de dos formas antagónicas del ver el mundo (cosmogonía y escatología). Veremos en las siguientes líneas como la mitología romana se constituye en política y jerárquica, mientras la nórdica hace referencia a la venganza como forma de regeneración (Rognarok).

 

En este sentido, cuenta la leyenda greco-romana que Prometeo (hijo de Jápeto) desafía a Júpiter robando el fuego y dándoselo a los hombres; por su acto Júpiter (Zeus) lo condena a ser encadenado y picoteado por un águila devorando sus entrañas por las noches para luego ser regeneradas durante el día y para ser nuevamente devoradas a la noche siguiente. Es el mismo hijo de Júpiter, Hercules quien libera a Prometeo dándole muerte al ave. (Solá, 2006)

 

Desde una perspectiva exégetica, podemos conformar al mito de Prometeo según el siguiente modelo: a) el fuego simboliza la tecnología, b) los hombres adquieren la tecnología por una lucha interna y política entre los dioses, c) al desprenderse de su castigo, Prometeo le ha dado al hombre (sobre todo a Roma) la posibilidad de dominar tecnológicamente el mundo natural y cultural. En este contexto, Roma no sólo se conforma como una gran estructura política, donde los hijos pueden derrocar a sus padres, sino además como la civilización que maneja las técnicas más sofisticadas de la época y a través de ellas “ordena” el mundo (y la naturaleza) circundante por medio de la razón (Korstanje, 2008b).

 

En conjunción a lo expuesto, el mito homérico de Ulises como aquel eterno viajero, explica el profesor Ruiz Doménec, le ha dado primero a Grecia y luego a Roma la habilidad del asombro por lo desconocido.

 

La cultura greco-romana utilizó la figura de ese hombre ambulante para abrir un nuevo capítulo de la historia del mediterráneo; delimitó la geografía de la expansión marítima, fijó la frontera entre civilización y barbarie y situó la herencia griega como el punto de partida de un espacio común a los pueblos del mediterráneo (Ruiz Doménec, 2004, p.26).

Por el contrario, los dioses nórdicos, con la excepción de Baldiur, no parecen ser muy sabios ni equilibrados.5 Su cosmogonía hace referencia a la humildad e insignificancia del hombre frente a la naturaleza y sus designios, la habilidad y el coraje como elementos distintivos entre los hombres, el linaje como forma “sagrada” de pertenencia, y la venganza como sistema de solidaridad. Si nos remitimos a la escatología, en el rognarok u “ocaso de los dioses” existe mención a la muerte de los principales dioses como Wodan, Thor, Locki, Freyja, etc. Sin embargo, son sus respectivos hijos quienes encarnan la lucha contra los “vanes” y restauran el orden de los “ases”, vengando la muerte de sus padres (Branston, 1962) (Meunier, 2006) (Korstanje, 2008a).

 

De lo expuesto, se observan dos tendencias muy distintas: mientras los latinos se organizan como sociedad y construyen su mitología con base en criterios de poder y adulación, conflicto inter-generacional y tecnificación instrumental; los germanos se constituyen con arreglo al valor como expresión simbólica y distintiva entre los hombres, el linaje y la venganza como formas de solidaridad; y la pequeñez ante el mundo natural (Gerlomini, 2004) (Korstanje, 2008b). Asimismo, la diferencia entre el rol atribuido culturalmente a la mujer, en una sociedad como en la otra, tenía también sus diferencias.

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La división de sexos y el trabajo

Como ya se ha mencionado en el apartado anterior, quien viviera en Roma para el siglo I a.C y declarara abiertamente “su amor por una mujer”, sería tildado de “afeminado” y excluido de la vida social de los hombres. Sin embargo, la elección sexual no estaba condicionada por moral alguna, un hombre podía escoger a una mujer como a un hombre sin recibir ese estigma. En este sentido, el rol de la mujer en la sociedad romana estaba subordinado al rol masculino y la figura del Pater familae; esto no significa que la mujer carecía de ingerencia en la vida de los hombres, sino solamente que “el amor romántico” para esa sociedad era algo repudiable, así como el accionar de la mujer en la vida pública. Esta hipótesis es corroborada por la exclusión de las mujeres en la vida política de Roma: “no existe evidencia alguna de emperatrices, pretores, ediles o cuestores correspondientes a este género” (Veyne, 1985) (Robert, 1992) (Coulanges, 2005) (Paoli, 2007).

 

En relación a los primeros años de Roma como pueblo, el profesor Fustel de Coulanges sostiene:

 

la regla para el culto es que se transmite de varón a varón, y la de la herencia sigue la misma línea. La hija no tiene aptitud para continuar la tradición paterna porque se casa, y al hacerlo renuncia al culto de su padre para adoptar el de su esposo; no tiene por consiguiente ningún título para heredar (Coulanges, 2005, p.80).

Según la tesis del historiador francés del siglo XIX, la posición del hombre estuvo influenciada por su rol como sumo sacerdote dentro del culto a sus antepasados. El Pater, “protector”, no sólo debía velar por el “fuego sagrado”, sino también por el bienestar de su familia. Este vínculo entre religión y vida social pronto se extendió a la economía; en efecto, el hombre comenzó a verse involucrado en las diferentes formas de producción agro-pastoril de la Roma republicana. Culto, cultus, etimológicamente deviene de la palabra “cultivo”. En consecuencia el altar donde se sacrificaban diversos animales garantizaba una buena cosecha para los años venideros (Coulanges, 2005).

 

Pero, a medida que se sucedieron las diferentes revoluciones entre los reyes y sus súbditos, la admiración de los romanos por su culto fue perdiéndose en el tiempo. Con ella, la mujer comenzó a ganar un espacio de mayor preponderancia en la vida del Imperio e incluso llegó a acaparar todos los asuntos de la vida privada y la familia. El hombre, por su parte, se dedicó a los negocios y a la vida pública. Éste, a su vez, conservaba para sí el poder de decidir con quién debían casarse sus hijos. El profesor Mehesz (2003) nos explica que todo aquel ciudadano privado de grandes riquezas debía, para sobrevivir, celebrar casamientos convenidos con familias de mayor estatus. Este hecho se explica por sí mismo debido a la complejidad y jerarquización de la cultura romana. El matrimonio se llevaba a cabo como un mecanismo de ascenso social.

 

En adición a lo expuesto, Enrico Paoli nos explica que:


a diferencia de los griegos, que tenían a sus mujeres encerradas en casa y, si quedaban libres de sus negocios, no pasaban el tiempo en familia, sino que siempre estaban charlando por las tiendas, los romanos sintieron profundamente el atractivo de la vida doméstica. Este es uno de los aspectos más característicos de su civilización, y tanto, que aproxima a los romanos a la costumbre y a todos los sentimientos de nuestra época (Paoli: 2007, p.175).


Para el siglo I a.C, ciertos grupos elite comenzaron a desdeñar del trabajo en el campo. Políticamente, con la consolidación imperial, se organizan las tierras con base en provincias: senatoriales y consulares. La alteración y la especulación de la tierra, junto a los botines obtenidos de las conquistas, ayudaron a que grandes cantidades de individuos empobrecidos se dirigieran en calidad de clientes o esclavos a las grandes urbes. Esto dio la posibilidad que ciertos grupos privilegiados dejaran de trabajar sus tierras y, a la vez, se establecieran en grandes residencias, creando una verdadera clase ociosa. (Veblen, 1974)


Más específicamente, muchas tierras eran compradas por el senado o repartidas a una suma muy cómoda, generando una nueva forma de trabajo. Numerosa cantidad de esclavos eran enviados a trabajar los campos; en este nuevo sistema económico los amos no residían en los latifundios, sino que se habían instalado en las grandes urbes. Finalmente, los expropietarios de las tierras, quedaban casi acorralados en un camino de difícil solución: quedarse en los campos como arrendatarios o incorporarse a las filas de los clientes en las ciudades. (Gerlomini, 2004)


Al respecto escribe Séneca:


El capital que han reunido defraudando a su vientre lo entregan a cambio de la libertad, ¿y tú no anhelarías alcanzar la libertad a cualquier precio, aquella libertad en la cual te crees nacido? ¿Que es esta mirada a tus arcas? La libertad no se compra. Sería en vano inscribir nuestra libertad en los registros públicos; ni los que la han comprado ni los que la han vendido la poseen; este bien te lo has de proporcionar tu mismo, de ti mismo tienes que exigirlo. Libérate primero del miedo a morir: esto es lo que nos pone el yugo; después también del miedo a la pobreza (Séneca, t. I, LXXX, p. 206).


No obstante, para el caso germánico, la costumbre le daba a la mujer amplias facultades para celebrar los matrimonios de sus hijos, para trabajar o establecer prácticas de adivinación antes o después de la guerra (Meunier, 2006) (Korstanje, 2008a). Por otro lado, los nórdicos no demostraban interés en practicar el latifundio. En este sentido, sus prácticas económicas no contemplaban la posesión y el trabajo productivo de grandes extensiones de tierra, latifundios, tampoco consideraban lícito adquirir como patrimonio grandes cantidades de esclavos.


La matrilocalidad de estos grupos no sólo se veía expresada en su mitología, sino también en sus prácticas hacia el trabajo. La incesante migración en búsqueda de lugares de mayor fertilidad para sus cultivos -en el sur-, llevó a los germanos (escandinavos) a mantener una estructura política flexible y a rechazar la esclavitud. No obstante, tras asentarse en los márgenes del río Rin, comenzaron a guerrear con las tribus vecinas. Primero fueron los galos célticos, luego los romanos; en este sentido, la guerra, como forma de producción, modificó todas sus creencias, estructuras políticas y sociales.6

 

Al respecto Julio César observa:


No tienen interés en la agricultura y la mayor parte de ellos se alimenta de leche, queso, carne. Y nadie tiene extensión determinada de tierra o campos propios, sino que los magistrados y jefes atribuyen cada año a los clanes y linajes…la extensión de terreno y ubicación que les parece, y al año siguiente los obligan a trasladarse a otro lugar. Aducen muchos motivos para esto: que no cambien adoptada la costumbre, el afán en la guerra por el trabajo en el campo; que no haya interés en adquirir grandes tierras y los más poderosos expulsen de sus posesiones a los más débiles… que no surja ningún deseo de dinero…La mayor gloria para las tribus es, después de haber devastado los territorios vecinos, tener a su alrededor la mayor cantidad de tierra desiertas. Por eso consideran propio de su valentía que los vecinos, expulsados, abandonen sus campos, y que nadie ose establecerse cerca de ellos (César, I) .


Asimismo, los testimonios de Tácito también corroboran el papel de la mujer y el trabajo en el mundo germánico:

 

mientras los germanos no hacen la guerra, cazan un poco y sobre todo viven en la ociosidad dedicados al sueño y a la comida. Los más fuertes y belicosos no hacen nada; delegan los trabajos domésticos y el cuidado de los penates y del agro a las mujeres, los ancianos y los más débiles de la familia, languidecen en el ocio; admirable contradicción de la naturaleza, que hace que los mismos hombres hasta tal punto amen la inercia y aborrezcan la quietud (Tácito, XV) .

Por otro lado, si descomponemos y analizamos lingüísticamente el sustantivo trabajo y su artículo, obtenemos un hallazgo formidable. La palabra trabajo en las lenguas romances, o latinas, está acompañada de un artículo masculino: el trabajo (español), il lavoro (italiano) o le travail (francés), mientras que en lenguas germánicas se encuentra acompañado de un forma femenina, tal que: die arbeit (alemán), det arbejde (danés) y det arbete (sueco). (Korstanje, 2008c)

 

Por el contrario, en Roma, la figura del trabajo como forma social de organización fue lentamente desdibujándose. La cantidad de esclavos y clientes que, empobrecidos o vencidos, pasaban a formar parte de las grandes urbes, las diferentes conquistas militares y extracción minera, fueron generando dos tendencias: una, el desapego por las elites patricias al trabajo en los campos, junto con una paulatina imitación de los sectores medios; y, dos, la inserción del placer, en el otium, como forma hegemónica de dominio político (Robert, 1992) (Paoli, 2007) (Korstanje, 2008d).

 

Ahora, ¿por qué la mujer se involucra en el trabajo o en la esfera pública mientras el hombre sólo se ocupa de la guerra?

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El culto a los muertos y la división del trabajo

Si bien esta pregunta es estrictamente difícil de responder en forma unívoca, el profesor Hans Belting, en su excelente tratado La antropología de la imagen, nos da una sugerencia. En realidad no es la matrilocalidad, per se, la variable explicativa sobre la división del trabajo, sino la posición de sus prácticas económicas, aquellas que condicionan sus estructuras; y dentro de ellas, a la clasificación laboral. En otras palabras, Belting nos explica que el temor o la admiración por los antepasados, corresponde a una característica propia de la movilidad de los diferentes grupos humanos. Aquellas tribus “sedentarias” organizarán toda su estructura con base en la adoración y el culto a los antepasados. Por el contrario, las “nómades” desarrollarán un miedo manifiesto hacia sus muertos (Belting, 2007).

 

En la cultura nórdica, el culto a las Filgias resume lo expuesto por el antropólogo alemán, en forma elocuente y satisfactoria. La creencia en el Macht (fuerza) predisponía al germano a pensar que su poder no se acabaría con el advenimiento de la muerte, sino que, por el contrario, sus logros y méritos demostrados en los campos de batalla lo acompañarían eternamente. Siguiendo esta explicación, un daño era plausible de ser respondido siempre con mayor intensidad al recibido. Podemos señalar que para comprender el culto a las Filgias (Fylgja), primero hay que introducirse en la trascendencia.

 

Los antiguos nórdicos creían en la dualidad del hombre; una especie de segundo “yo” que coexistía en el mismo cuerpo con el espíritu. A esta Filgia no se la identifica directamente con el alma (espíritu), sino más bien con un “compañero”, el cual, una vez personificado, puede trabajar, hablar, tomar forma incluso hacer daño a los enemigos. Ciertas personas, mientras se encuentran dormidas, tienen la habilidad de liberar su filgia para que ésta recorra varias regiones y paisajes. Al respecto, el profesor Meunier sostiene “cuando el dotado de esta facultad hace salir a la filgia de su cuerpo, éste queda como muerto, mientras la filgia viaja en forma de animal y recorre lejanas regiones. Se cuenta que muchos hombres, y también Odín, poseían esta facultad.” (Meunier: 2006, p. 47)

 

En este sentido, y al momento de morir, la filgia seguía disfrutando de una vida similar a la que se tenía anteriormente. También, se creía que estas ánimas tenían la facultad de atormentar a los hombres en vida, arruinando sus cosechas, devorando a quienes se extraviaban en terrenos desconocidos y sembrando el terror por doquier. Generalmente, para desterrar estos espectros, se acostumbraba quemarlos o decapitarlos, ya que la cabeza es el lugar donde residía el macht. Meunier no se equivoca cuando afirma:

 

en los muertos también, como cuando vivían, la cabeza es el asiento de la fuerza que sobrevive. Por lo tanto, a los cadáveres de esos hombres se les cortaba la cabeza, la cual era machacada o quemada. Sólo cuando se había hecho esto y desunido de este modo definitivamente la filgia del cuerpo, se impedía totalmente la aparición del fantasma (ibid, p.52).

 

Los sepulcros enterrados también poseían una función profiláctica y protectora ante la presencia de los muertos. Se cree, aun cuando no esté demostrado que los nórdicos habrían sufrido grandes epidemias, quizás por sus constantes guerras, y, en consecuencia, hayan sido éstas las que difundieron la costumbre de enterrar a los difuntos con la creencia, claro, en la filgia.

 

Lo explicado hasta el momento y las contribuciones eruditas de Belting, nos ayudan a comprender el motivo por el cual los nórdicos no se adherían (como si lo hicieron los pueblos del Mediterráneo) a la esclavitud. En efecto, tras una batalla, los prisioneros eran sacrificados o muertos por medio de diversos rituales específicos, cuyo fin era prevenir que el enemigo retornara del más allá en busca de venganza. Dentro de este contexto, aun cuando -luego de la contienda-, se incorporaban ciertas extensiones de tierras, la falta de brazos implicaba una posición de relativa pasividad en cuanto al trabajo. Ese espacio era ocupado por la mujer, y no era extraño observar como ésta se involucraba con las cuestiones públicas. Por el contrario, el rol del hombre estaba asignado a defender el territorio conquistado y buscar, en forma exploratoria, nuevos territorios para asentarse constantemente.

 

Finalmente, la tesis de la especialización del rol, vinculado a la forma de producción de cada pueblo, ha sido ampliamente desarrollada por Margarett Mead (1999). La autora, entonces, descarta cualquier tipo de explicación biológica para comprender las causas por las cuales la mujer y el hombre han, en diferentes épocas y pueblos, alternado diversas prácticas con respecto al trabajo. Estas supuestas diferencias no son otra cosa que constructos culturales creados por la propia forma de organizarse, y condicionadas por factores ambientales de adaptación (Mead, 1999). Pero la antropóloga no imaginó que estas formas de organización pueden convertirse en verdaderas “matrices de alteridad”, y ser estructuradas políticamente en formas de mayor complejidad y alcance. Esto despierta una pregunta por demás interesante: ¿qué vínculo hay entre las matrices de alteridad germánica y latina con respecto a la Conquista de América en manos de Inglaterra y España respectivamente?

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Conclusiones

Las herencias de las matrices germánicas y latinas arcaicas, para conceptualizar al otro, han de estar presentes en las diferentes formas que tomaron el asentamiento, la conquista y el control de América. La tendencia a considerar al trabajo como algo “indigno” del estatus y el prestigio, será en la España y la Europa medieval un valor adquirido; con la excepción de Inglaterra y Francia, donde el trabajo se configura (en 180 grados) como una norma ética de posesión y humanidad; la creencia de que “el hombre podía poseer la tierra exclusivamente cuando hiciera de ella su trabajo, es una característica ineluctable de los primeros colonos británicos y francos”.

 

En resumidas cuentas, las estructuras mitológicas e ideológicas que tanto Inglaterra, Francia, como España utilizaron para crear Imperio, se vinculan a lo expuesto en este texto. Más específicamente, afirma el profesor Paguen:

 

en la mitología fundamental del imperio romano había otro componente que facilitó una absorción relativamente sencilla de la teoría clásica del Imperio por parte de sus sucesores cristianos. El que el Imperium hubiera extraído la legitimidad de su ilimitado poder político de una única cultura moral se debió a que dicha cultura estaba basada en la pietas, cuyo arquetipo había sido Eneas de Virgilio… la pietas denotaba la lealtad a la familia y a la comunidad en general, junto con la estricta observancia de las leyes religiosas de dicha comunidad. (Paguen:1997, p.45)

 

Desde esta perspectiva, Inglaterra y Francia consideran que los “habitantes del nuevo mundo” no reconocen la autoridad de los dogmas religiosos, por lo tanto ni España ni Portugal tienen autoridad sobre ellos. En efecto, tanto para los sajones como paras los francos, sólo el trabajo de la tierra daba derecho de posesión y/o soberanía territorial (bajo la dinámica transaccional del hospitium) (Pagden, 1997). ¿Trabajo versus religión?, ¿misceginación latina frente a la exclusión y posterior exterminio nórdico?, ¿madre patria (metrópolis) versus patronatus? El resto de la historia ya es conocida, pero siempre nos invita a una profunda reflexión y/o nueva interpretación.

 

¿Es posible trazar una línea entre lo expuesto y el mercantilismo o la revolución industrial? Una idea interesante nos sugiere el profesor Diez, cuando advierte:

 

la primera figura objetiva del trabajo, ciertamente decisiva, es la del trabajo productivo. Podemos considerarla como una figura predominantemente analítica, eso es, en la que el tono del discurso viene dado por las consideraciones económicas teóricas. Asume las preocupaciones por el trabajo, bastante ambiguas, del primer mercantilismo para situarlas en un nivel teórico más concreto y coherente valiéndose de una somera teoría de la producción como creación de bienes útiles con valor económico en los que se sustancia la riqueza de la nación (Diez: 2001, p.11).

En este punto, trazamos una hipótesis más ambiciosa todavía sobre la tesis weberiana, que sugiere al Ethos protestante como el iniciador del capitalismo moderno (Weber, 2004). Según nuestro aporte, Weber omitió, quizás involuntariamente, el papel de la mitología nórdica en el proceso de predestinación propio del mundo protestante. Pero, inicialmente, es sólo una especulación, la cual invita a ser validada o refutada.

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Bibliografía

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