10 de agosto de 2004 Vol. 5, No. 7 ISSN: 1607 - 6079
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Con mayor o menor fasto, sin duda otro tanto ocurría a lo largo y lo ancho del área maya. Carpinteros, lapidarios, escribas, agricultores, ceramistas, recolectores, cargadores, mensajeros, parteras, nanas, rezadores, curanderos, sepultureros, adivinos, remeros, cazadores, tejedoras, pescadores, y todos los representantes de la enorme variedad de oficios factibles de encontrar en una civilización tan refinada como la maya, confluirían ocasionalmente en los centros ceremoniales y aprovecharían para intercambiar noticias, productos, técnicas y experiencias, cuando no para concertar alianzas.

Para otros, sería ocasión propicia para recrear los lazos sociales y rituales que engarzaban al pueblo. Y puesto que la subsistencia de los hombres, del universo todo, dependía del mantenimiento de los dioses, se les ofrendaría, mientras se invocaba su protección con palabras acaso similares a las que registra el Popol Vuh:

¡Oh tú, Tzacol, Bitol! ¡Míranos, escúchanos! ¡No nos dejes, no nos desampares, oh Dios que estás en el cielo y en la tierra, Corazón del Cielo, Corazón de la Tierra! ¡Danos nuestra descendencia, nuestra sucesión, mientras camine el Sol y haya claridad! ¡Que amanezca, que llegue la aurora! ¡Danos muchos buenos caminos, caminos planos! ¡Que los pueblos tengan paz, mucha paz, y sean felices. Y danos buena vida y útil existencia! ¡Oh tú, Hunahpú, Tepeu, Gucumatz, Alom, Qaholom, Ixpiyacoc, Ixmucané, abuela del sol, abuela de la luz! ¡Que amanezca y que llegue la aurora!

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