Con
mayor o menor fasto, sin duda otro tanto ocurría a lo largo
y lo ancho del área maya. Carpinteros, lapidarios, escribas,
agricultores, ceramistas, recolectores, cargadores, mensajeros,
parteras, nanas, rezadores, curanderos, sepultureros, adivinos,
remeros, cazadores, tejedoras, pescadores, y todos los representantes
de la enorme variedad de oficios factibles de encontrar en una civilización
tan refinada como la maya, confluirían ocasionalmente en
los centros ceremoniales y aprovecharían para intercambiar
noticias, productos, técnicas y experiencias, cuando no para
concertar alianzas.
Para
otros, sería ocasión propicia para recrear los lazos
sociales y rituales que engarzaban al pueblo. Y puesto que la subsistencia
de los hombres, del universo todo, dependía del mantenimiento
de los dioses, se les ofrendaría, mientras se invocaba su
protección con palabras acaso similares a las que registra
el Popol Vuh:
¡Oh
tú, Tzacol, Bitol! ¡Míranos, escúchanos!
¡No nos dejes, no nos desampares, oh Dios que estás
en el cielo y en la tierra, Corazón del Cielo, Corazón
de la Tierra! ¡Danos nuestra descendencia, nuestra sucesión,
mientras camine el Sol y haya claridad! ¡Que amanezca, que
llegue la aurora! ¡Danos muchos buenos caminos, caminos planos!
¡Que los pueblos tengan paz, mucha paz, y sean felices. Y
danos buena vida y útil existencia! ¡Oh tú,
Hunahpú, Tepeu, Gucumatz, Alom, Qaholom, Ixpiyacoc, Ixmucané,
abuela del sol, abuela de la luz! ¡Que amanezca y que llegue
la aurora!
•
Regresa

|