En
1995 conocí una de las primeras
obras digitales: Sísi18”
, una escenificación –
escultura virtual del catalán
Antoni Abad. Él mismo afirma
que con esta obra pretende conectar
y transparentar Barcelona y su antípoda
Wellington (Nueva Zelanda), dando
una respuesta personal y artística
a la atracción que generalmente
se siente por lo remoto y lo alcanzable.
Esta conexión diametral, que
pasa imaginariamente por el centro
del planeta, entre dos puntos geográficos,
intenta representar el mito de la
condición humana frente al
Cosmos, por medio de la figura mitológica
de Sísifo. El legendario personaje,
castigado a tirar eternamente la piedra
por la loma de la colina, "encarna"
en esta obra una interpretación
de la racionalidad e irracionalidad
cósmica y lo representan las
imágenes creadas por sus movimientos
en la pantalla de la computadora,
doblemente conectado a la red digital.
Para conocer esta escultura conceptual
es necesario hacer una conexión
doble, para colocar las imágenes
en paralelo y ajustarlas en la pantalla
-mitad y mitad-. Sólo de esta
manera es posible el desarrollo total
de esta escultura conceptual. A la
izquierda de la pantalla, se reproduce
un “Sísifo” representado
por un atleta desnudo tirando de una
cuerda que atraviesa de lado a lado
la alegoría digital del globo
terráqueo y en el lado opuesto,
a la derecha de la pantalla, su antípoda,
“Hihiwha” (versión
maorí de Sísifo), que
en idéntica actividad conforman
el conjunto artístico.
Esta escenificación virtual
es producida -por parte de Barcelona-,
gracias a un acuerdo de colaboración
tecnocultural entre el Museu d’Art
Contemporani Barcelona (MACBA) y el
Institut Universitari de l’Audiovisual,
de la Universidad Pomepu Fabra. Cabe
mencionar que el proyecto “MACBA
en línea” constituye
una de las primeras experiencias de
un museo español involucrado
en la producción experimental
de arte digital en línea.
Frente al arte digital, algunas personas
se preguntan qué constituye
el objeto artístico: la construcción
del programa o en el producto resultante.
Me aventuro a responder que el primero
es una obra de alta tecnología,
un producto auténtico de la
creatividad e ingenio humano, mientras
que su producto es realmente la obra
artística. La obra digital,
a diferencia del programa, es una
elaboración estética,
apta para su contemplación,
manipulación, comprensión
y apreciación estética.
Las imágenes digitales e interactivas
son una nueva forma de dibujo sin
carbón, de pintura sin pinceles
y de esculturas intangibles. Los nuevos
soportes han permitido la creación
de un nuevo género artístico,
una modalidad del arte conceptual.
La historia del arte demuestra que,
generalmente, el público prefiere
las obras relacionadas con valores
seguros, conocidos, y probados. Sólo
en pocas ocasiones, se apuesta por
los valores del porvenir, los más
vulnerables. De esta forma, el arte
digital consigue, poco a poco, la
acreditación de ser Arte, con
mayúscula.
Realmente, no debería importar
que si las obras son reales -materiales
y acabadas- o virtuales -digitales
y modificables-. Lo que es realmente
importante es que este nuevo género
artístico propicie la observación,
reflexión, búsqueda,
experimentación y el deleite
estético.
La obra virtual es arcilla en las
manos del espectador-participante
que habrá de moldearla con
la agudeza de su inteligencia y curiosidad,
así como con la aptitud de
sus sentidos. Por ello, museográficamente,
la obra virtual requiere una presentación
en forma tal que los nuevos espectadores-usuarios
puedan acceder a ella, modificarla,
vivificarla y regenerarla. La virtualidad
de estas nuevas obras artísticas
contiene, de acuerdo con la etimología
de la palabra virtual, la presencia
oculta de cosas profundas que les
corresponde revelar al artista y al
espectador-participante. Reto que
la museografía deberá
enfrentar, como catalizador de esta
nueva relación obra-público-artista.