“No matarás” y otras muestras de inteligencia
Los psicólogos deportivos recomiendan salir al campo con cabeza fría. Resistir las vejaciones de los tifosos del Milán o los forofos del Real Madrid, aceptar que el gol legítimo sea negado por una pifia del silbante, soportar con donaire los escupitajos son requisitos mínimos para no ver una tarjeta roja. Contener la violencia requiere de una disciplina que, la verdad sea dicha, se consigue más fácil en el Tibet que en un estadio en ebullición. La mente puede servirle al futbolista para no asesinar al defensa que estuvo a punto de triturarle el peroné, pero también para alardes más creativos. Pasemos a dos atributos cerebrales decisivos para el juego: el placer y la burla. Las grandes jugadas no tienen otra motivación que el gusto de hacerlas. Cuando Valderrama, Hagi o Beckham duermen en el empeine una pelota caída del cielo, no tienen tiempo de pensar en la situación de su equipo en la tabla ni en el profesionalismo que los comprometen con sus colores; actúan movidos por una dicha elemental, un disfrute que depende en partes iguales de la maestría de los movimientos y la conciencia de ser visto. El crack seduce y convierte las ovaciones en su espejo. En una ocasión, el escritor Osvaldo Soriano llegó al hotel donde estaba concentrada la selección argentina y pasó junto a Maradona sin hacerle caso. ¿Podía un cronista ignorar al máximo dignatario del buen toque? No pudo: Maradona tomó una mandarina y empezó a dominarla como un mago. Una sonrisa cruzó su rostro de divo gordo al saber que encandilaba al escritor. Ahora vayamos a la burla: un futbolista nunca es tan inteligente como cuando se vuelve impredecible. El engaño hace interesante un deporte que moriría de tedio si todos sus lances fueran lógicos. El destronque de cintura, la pausa mortífera y el chanfle de dudosa trayectoria son asombros esenciales. Incluso las jugadas a balón parado se diseñan para la sorpresa. |