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Julio Cortázar desde el fuego central

Julio Ortega
 
 

Introducción

La obra de Julio Cortázar (1914-1984) no parece cómoda en la historia de la literatura (entre los órdenes del pasado), quizá porque su escenario más propio es la actualidad de la lectura (el devenir del presente). Maleable, manual, desarmable, se debe al proceso abierto de su poética operativa. No en vano disputa el lugar de la literatura entre los discursos normativos y dominantes. No leemos a Julio Cortázar desde la tierra firme nacional, tampoco desde alguna verdad disciplinaria, y mucho menos desde la autoridad impositiva del intelectual público. Lo leemos desde la orilla donde el lenguaje se despliega como un cosmos emotivo. Lo leemos, se diría, desde la tercera orilla del Sena.

Habría que hacerle justicia en una distinta historicidad literaria, la de las obras que no acaban de escribirse, de las novelas que no terminan, de los relatos que recomienzan. Esa fluidez interior nos sitúa fuera del dominio histórico (de la memoria conocida), en el espacio procesal de una nueva lectura, en una temporalidad incesante, sin principio ni final. Esta narrativa es una constelación en movimiento (de devenir imprevisto), cuyo paso fulgurante nos reconoce no sólo como lectores gratificados por la gracia poética, sino como actores a cargo de re-anudar la fábula mayor de la lectura, la de incluirnos.

Como toda narrativa mayor, la de Cortázar ha conocido varias etapas de lectura, algunas de ellas previsibles. Primero fue el entusiasmo de lectores cómplices, ligeramente biográficos, que cultivaban un aura cortazariana. Hubo, soy testigo, una tribu de lectores que deambulaban como personajes de un cuento a otro, haciendo méritos de cronopios, y buscando formar parte del Club de la Serpiente, el grupo dedicado a la nostalgia “patafísica” en Rayuela (1963). Quizá porque la narrativa de Cortázar descuenta la legibilidad del sujeto como entidad socializada (los contextos son verbalizaciones más que situaciones), cierto histrionismo irónico (la comedia del personaje en pos de explicación) posee a los suyos, personajes, después de todo, de una hermenéutica literaria elocuentemente latinoamericana; esto es, bullente de literatura, requerida de verificaciones y capaz de una larga intimidad. Ante esa aventura privilegiada de una voz a la vez irónica y familiar, el lector hizo suya, muy pronto, la apelación nostálgica del escenario “patafísico,” ligeramente anarquista, anti-burgués, capaz de desatar cualquier anudamiento cartesiano. Rayuela se trataba, por eso, en primer lugar, de la promesa de libertad que atribuimos a la obra de arte post-vanguardista, derivada del gran Modernismo internacional, en primer término del Surrealismo, de su espíritu más que de su letra. No es casual entonces, que muchos lectores leyeran Rayuela como si llegaran a París.

Otros lectores, más bien académicos, encontraron en esta obra cierta filosofía benéfica, vagamente orientalista y, al final, metafísica. Hoy nos resulta paradójico el peso —y pesadumbre— semántico de esa lectura probatoria, positivista y bienintencionada. Se habló demasiado y con licencia del “hombre nuevo,” supuestamente prefigurado por la rebeldía elocuente de Horacio Oliveira. Pero ese residuo existencialista de la crítica aleccionadora olvidaba que las confesiones de Oliveira requieren de la caída expurgatoria. De modo que, pagado el precio de la verdad vivida, de vuelta de todo, emerge la pulsión lírica del recuento, donde la vida se convierte en obra, y al revés, la memoria en actualidad indeterminada, abierta, gracias a que el lenguaje lleva el don de la creatividad.

En su propio país, aunque había logrado forjar lectores consecuentes, Cortázar fue pronto descartado como cosmopolita por un intenso movimiento anti-cortazariano, que sobre ese gesto de derroche afirmó las consolaciones del nacionalismo. También Borges había sido descartado por un razonamiento paralelo, pero Cortázar fue percibido, si no me equivoco, como más extranjero aún porque había afincado en París, con la comodidad sospechosa de quien prefiere no volver; y porque sus referencias locales y hasta su habla porteña resultaban anacrónicas. Pronto, se pasó del rechazo al olvido. Sólo los más jóvenes, en Buenos Aires, lo rescataban como un término de referencia interior. Hoy vemos que los mejores continuadores de su proyecto fueron, en primer lugar, Néstor Sánchez, narrador argentino muerto hace poco, quien empezó a escribir a partir de la primera página de Rayuela unas novelas casi olvidadas pero no menos valiosas (como Nosotros dos y Siberia blues), que Cortázar de inmediato reconoció y recomendó. En contra de la conversión dominante a comienzos de los años 70 del escritor en figura pública, Néstor Sánchez optó por un anarquismo radical, se convirtió, en un París ya muy distinto, muy poco mitológico, en clochard; fue una suerte de Horacio Oliveira sin relato, en un París sin Rayuela. Cuando la policía le pedía sus papeles, mostraba como único documento de identidad la traducción al francés de su primera novela, en la que venía su foto.

Otro continuador de Cortázar es el narrador cubano Antonio Benítez Rojo. En sus cuentos de la vida habanera, entre la fluidez cotidiana y el abismo del pasado, Benítez Rojo dialoga fecundamente con los cuentos de Cortázar, y lo hace afirmando su propio diseño. Sus personajes poseen una indeterminación semejante a la de los personajes de Cortázar, aunque sus correlatos son históricos; su libro más cortazariano es Mujer en traje de batalla (2001), en la que recrea la biografía de Henriette Faber, nacida en Lausana en 1791, que se había disfrazado de hombre para poder estudiar medicina en París; fue luego médico del ejército de Napoleón en la campaña de Rusia, y más tarde huyó a Cuba, donde se casó con una mujer y, al ser descubierta, fue juzgada y expulsada a New Orleans, donde desapareció. Esta es una novela de vehemencia stendhaliana, libertad creativa, y juego de espejos y desdoblamientos.

Pero el cortazariano más feliz es Alfredo Bryce Echenique, cuya voz se hizo en la intimidad del diálogo propuesta por el habla de los cuentos del maestro. En esa dicción cálida, dúctil, donde las palabras adquieren el poder de humanizar a los interlocutores, Bryce Echenique forjó su propia entonación, entre el humor bufo y la poesía de los afectos. En La vida exagerada de Martín Romaña puso al revés el programa de Rayuela: París ya no es la fuente propicia sino la tribuna de los latinoamericanos inevitables, llenos de convicciones y ningún remordimiento. Reunidos en el café de una terraza, recuerdan cómo soñaban llegar a París, y sienten la nostalgia de ese viaje, porque París era mejor antes de llegar. A la Ciudad Luz se le han quemado los plomos, concluye Martín Romaña. Y por eso, el peruano que sale a la calle y se encuentra con que está al medio de mayo del 68, exclama que ese es un momento histórico y que, no sabiendo qué llevarse, decide cargar con un adoquín de la calle, que se lleva feliz, como si se llevara una sílaba del idioma de la permanente Revolución francesa. Al menos, de la que le ha tocado. Entre los narradores más jóvenes, la huella parisina de Cortázar prosigue su linaje con el argentino Rodrigo Fresán, cuya poética performativa empieza desde la libertad exploratoria y el gusto por el riesgo de la prosa cortazariana; y con Jorge Volpi, cuya novela El fin de la locura (2002) reescribe Rayuela, ya no desde el “fuego central” de París sino desde sus cenizas. En lugar de Oliveira, Volpi nos deja en manos de un estudiante mexicano, filósofo al día y líder político, que narra su largo desencuentro con Althusser y Lacan; y, desde mayo 68, demuestra que América Latina está construida por grandes discursos teóricos y dominantes, que se suceden unos a otros, y que inexorablemente caen y sucumben, demostrando su fugacidad precaria. Al final, entendemos, América Latina no tendrá lugar propio mientras se deba a la hermenéutica de un discurso dominante.

 

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