Al burlarse de los libros de caballería, Miguel de Cervantes en última instancia estaba mentando la soga en casa del ahorcado pues Don Quijote era o quería ser prototipo del caballero cristiano y de su orden, ese que había dado como resultado, por ejemplo, a Louis XII de Francia. Pero no todo era historia; también había disparate y superchería, libros de caballerías y simulación de los libros de caballerías, crónicas apócrifas y obras pseudobiográficas con quienes dialoga y a quienes cita de continuo Don Quijote.

Así, de la misma manera en que Don Quijote es un loco intermitente o un sensato, a ratos loco y a ratos cuerdo, de esa misma manera Cervantes va entreverando lo apócrifo conocido con lo novedoso real, lo falso consabido con lo inédito histórico, como cuando, en el episodio de Cardenio, —personaje salido de las cortes de amor neoplatónicas del Renacimiento— uno de los personajes alude a su estancia en la relativamente recién instalada audiencia de México. Y será con ese mismo criterio intermitente, con el cual el cura y el barbero procederán a la quema de la biblioteca de Don Quijote: no toda la literatura es mala literatura ni se salva toda la buena ni se quema toda la mala.

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