Entre oralidad y escritura

 

 

Otra trama de contrapuntos que se puede discernir a lo largo de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha es la del contraste entre oralidad y escritura. El ir y venir entre estas dos esferas, su confluencia y contraste son en buena medida responsables de la vitalidad de ese animal perfecto y prodigioso que es la novela. Don Quijote podría leerse como un conjunto de leyendas que exponen las peripecias de la letra escrita y de sus normas en su fricción constante contra la esfera de la oralidad.

Las aventuras del caballero andante y las simétricas desventuras de los “pastores idealizados” tienen como telón de fondo y territorio común el tópico de la Edad de Oro, heredado de las letras griegas y latinas. Se recortan contra un espacio que podríamos llamar “alfabético”, esfera impregnada de alusiones y referencias que corta con la realidad histórica brutal o, si se quiere, que la envuelve en una tupida malla que sustituye los datos empíricos por emblemas y cifras simbólicas.

Ese conjunto de leyendas escritas y de lo escrito va a frotarse contra el vocerío alborotado y caótico de la realidad: una cosa es Don Quijote y otra los representantes oficiales de la Corona como es el caso de la Santa Hermandad o de los Duques. Una cosa son los hijos de familia que se van al monte disfrazados de “pastores sin ovejas” —para evocar el título de Fabio Morábito sobre la literatura pastoril y el orden bucólico— y otra muy distinta son los cabreros, los arrieros que van llevando cerdos que todo lo atropellan —incluidos, por supuesto, Don Quijote y Sancho— o los caballerangos que andan cuidando por el llano ariscas yeguas en celo.

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