El lugar por excelencia de esa contraposición entre lo oral y lo escrito es la conversación entre Don Quijote y Sancho que puede leerse como un infatigable ejercicio de traducción y traslación entre el hombre educado de la época —lo que Ivan Illich llama homo educandos— y el individuo que, no por analfabeta deja de manejar con tino y destreza una cultura vernácula, y podría decirse popular.

En el momento en el que se escribe Don Quijote: 1605, a principios del siglo XVII, el Renacimiento —recordémoslo— está iniciando su largo ocaso y se va dando paso a paso, sin prisa pero sin pausa, el inicio de la Edad Barroca. Es el momento de la gran separación de los dos cuerpos del Rey que diría Kantorowicz —el teológico y el político.

Es también el momento en que el homo educandos del cual es heredero Don Quijote, sufre a su vez una separación entre lo religioso y lo secular, entre los ideales espirituales y la normalización mercantil; el momento en que declina el homo ludens y aparece en el horizonte el hombre técnico. Don Quijote se escribe en el hueco de ese desdoblamiento donde la letra se desdobla en “letra de cambio” —como han señalado Francisco Rico y Juan Carlos Rodríguez. Pero Cervantes no sólo re-escribe las letras caballerescas y las letras bucólicas pastoriles sino que también muestra —sobre todo en la Segunda Parte— los efectos de la oleada alfabetizadora en la población y su concomitante mercado.


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