El lugar por excelencia de esa contraposición entre lo oral y lo escrito es la conversación entre Don Quijote y Sancho que puede leerse como un infatigable ejercicio de traducción y traslación entre el hombre educado de la época —lo que Ivan Illich llama homo educandos— y el individuo que, no por analfabeta deja de manejar con tino y destreza una cultura vernácula, y podría decirse popular. En
el momento en el que se escribe Don Quijote: 1605, a principios del siglo
XVII, el Renacimiento —recordémoslo— está iniciando
su largo ocaso y se va dando paso a paso, sin prisa pero sin pausa, el
inicio de la Edad Barroca. Es el momento de la gran separación
de los dos cuerpos del Rey que diría Kantorowicz —el teológico
y el político.
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