Los tercios

Para garantizar estos objetivos, Kant divide las conversaciones de sobremesa en tres fases o, como dirían los aficionados taurinos, en "tercios". En el primero de ellos, dice, se intercambia información. En el segundo tercio, se ejercita la argumentación. Y en el tercero, se "bromea", es decir, se juega y ejercita el ingenio. Una vez distinguidos, Kant define reglas para en todos ellos se conserve el mencionado equilibrio entre libertad y sujeción a principios.

Intercambia información
En primer lugar, el número de participantes, que debe estar determinado por el número de voces que pueden concurrir en una sola conversación, sin que ésta se fragmente en varias y sin que se convierta en una disputa. Lo primero ocurre, según Kant, cuando el número es demasiado grande; lo segundo, cuando es muy pequeño. En este respecto, Kant se adhiere a una fórmula proveniente de un escritor de filosofía vulgar célebre en Inglaterra, el diplomático británico Philip Dormer Stanhope, alias "Lord Chesterfield". Este autor, como un Dale Carnegie del Dieciocho, había escrito una gran cantidad de cartas a su hijo con la intención de transmitirle las agradables maneras, la civilidad cosmopolita y el ingenio por las que él mismo había adquirido notoriedad, y que le habían facilitado una exitosa carrera diplomática. Pero las cartas se publicaron en su idioma original y en Inglaterra. No sería extraño, por tanto, que Kant hubiera adoptado la fórmula indirectamente, a través de los dichos y costumbres de sus amigos británicos, y más probablemente de Green. Según la fórmula de Chesterfield, el número de comensales no debe ser "menor que el de las [tres] Gracias, ni mayor que el de las [nueve] Musas".

Ejercita la argumentación
En segundo lugar, Kant parece tener ideas específicas sobre la participación de las mujeres en su idea del sumo bien físico-moral. En un momento parece excluirlas del todo, porque la necesidad que su presencia impone a los "capeus" (caballeros) de mantenerse dentro de los más estrictos límites del decoro, inhibiría su libertad y, por consiguiente, el propósito esencial del convivio que consiste en producir un juego de la facultad intelectual que, no obstante ser guiado por principios, sea libre. Una más de las cosas que impacientan a Kant de las tertulias lúdico-musicales o los festines "de gala", es la facilidad de escandalizar a alguna mujer: "una contingencia desagradable que pesa largo rato y hace que nadie se atreva a proponer ningún tema nuevo y adecuado para que continúe la conversación ..." (220)

De modo que, cuando hay mujeres presentes, conviene abreviar el segundo tercio, pasar cuanto antes al último, y prolongarlo. En éste la presencia femenina, en vez de representar una restricción, es para los comensales el mejor receptor de sus insinuaciones rosadas ("pequeños ataques maliciosos, pero no vergonzantes"), dándoles por consiguiente la oportunidad, dice Kant, de que se emulen unos a otros en ingenio. En resumen, la presencia femenina tendría el efecto, de doble filo, consistente en limitar los excesos de la argumentación, tanto en tono como en duración, y en expandir las oportunidades para la broma.

Juega y ejercita el ingenio
En tercer lugar, las viandas. El asunto no es menor, pues como dijimos Kant renunció en un momento de su vida a las reuniones lúdico musicales a favor de las gastronómicas. ¿Por qué? ¿Qué ventajas ofrecería, para la conversación y la sociabilidad tiene, la degustación de platillos que no ofrezcan también o aún más los juegos de mesa? En su opinión, los juegos de mesa no constituyen vehículo de la conversación (por más que él mismo haya pensado diferente en el pasado), sino un fin en sí mismo. Y peor aún: el fin, en ellos, es despojar cortésmente a los otros de su dinero.

En ellos, el egoísmo es una convención admitida ("se toma un perfecto egoísmo como principio que nadie niega") y, peor aún, e irreducible. Pero el fin esencial de estas sociedades privadas es precisamente conciliar el bien vivir social con la virtud, es decir, domesticar nuestro egoísmo. La permanencia durante el juego del principio egoísta tiene la consecuencia, en opinión de Kant, de que, en vez de retornar a sus casas en paz unos con otros, los participantes agiten intensamente sus emociones y se vayan disgustados unos con otros.

Lo que, para Kant, se requiere es alguna especie de juego cooperativo, en vez de los acostumbrados juegos competitivos. Pero si el juego cooperativo por antonomasia es la música, ¿qué razones pudo tener para cambiarla por la degustación? No debemos olvidar que Kant tenía latas esperanzas puestas en la capacidad de las bellas artes para educar moralmente a los hombres, y tanto mayores, que si además de bellas pueden educarlos en sociedad. El gusto compartido conforma un sentido común, que es lo más parecido a un verdadero sentido moral. Sin embargo, las pequeñas sociedades privadas deben dar un paso más, en su opinión, hacia el ideal de la república; y ese paso consiste en la creación espontánea de principios. "No es meramente un gusto sociable lo que debe dirigir la conversación, sino que son también principios quienes deben servir al abierto comercio de los hombres con sus pensamientos en el trato social, de restrictiva condición a su libertad." (221-2) Para esto último se requiere, pues, de conceptos y, por consiguiente, de discurso; cosa que la música impide, tanto cuando los participantes la ejecutan como cuando la escuchan. Por eso dice Kant que la "música durante el banquete es el absurdo más carente de gusto que la glotonería ha podido inventar nunca. (223).