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El amor en los tiempos de la ciencia*
Diego Andrés Golombek
 

Dos sexos, aquí hay dos sexos (tú con el tuyo, yo con el mío)

Antes de la era de las ecografías y de los análisis genéticos, una de las grandes cuestiones del nacimiento era, además de saber si el bebé estaba sano, tenía dos brazos, dos piernas y todo lo demás, si era nene o nena. Recién allí se elegía el nombre del hijo/a y se imprimían las tarjetas anunciando su llegada al mundo. Por supuesto, la forma más concreta de saberlo es, simplemente, mirar y descubrir qué trajo el bebé entre las piernas. Así, la genitalia externa es la forma más común de determinar el sexo de un individuo. Sin embargo, esto deja afuera una larga serie de criterios para la determinación de género, entre los que podríamos nombrar:

• Cromosomas sexuales (X e Y)
• Gónadas (testículos y ovarios)
• Estructuras accesorias (epidídimo, vas deferens, trompas de Falopio, útero)
• Hormonas (andrógenos, estrógenos)
• Caracteres sexuales secundarios (masa muscular, presencia de pelo, tono de voz)
• Gametos (espermatozoides, óvulos)
• Comportamiento (agresividad, orientación sexual)

El asunto es que todos y cada uno de esos criterios pueden fallar, y darnos una idea equivocada de qué está ocurriendo en ese organismo con respecto a la determinación del sexo. En cuando a las gametos (las células sexuales por excelencia), tal vez la única forma más o menos universal de determinar el género pueda ser que la hembra es la que produce gametos grandotas, y el macho otras mucho más pequeñas. En definitiva, la gameto grande (óvulo) necesariamente está llena de nutrientes, mientras que el gameto pequeño no es más que una bolsita de ADN con una cola (cualquier semejanza con la vida real es pura coincidencia). Todos los otros criterios tendrán obvias excepciones: habrá rarezas cromosómicas, gonadales, mujeres barbudas y hombres con desarrollo de pechos, orientaciones sexuales diversas, etc. Más aún: la determinación del sexo puede depender de la edad del individuo, lo que nos puede deparar más de una sorpresa. Y aquí va un gran golpe para el machismo: en el fondo, podría decirse que todos estamos destinados a ser... hembras.

Efectivamente, hasta la sexta semana del desarrollo, el embrión no tiene sexo, sino que está completamente indiferenciado. Los nenes y las nenas son iguales, con una gónada bipotencial (o sea, un órgano sexual sin forma definida) y conductos que podrán convertirse en masculinos o femeninos. Recién unas 7 semanas luego de la fertilización aparecen la diferenciación en gónadas sexuales (testículo u ovario). Luego de esta diferenciación comienzan las secreciones hormonales a partir de las gónadas, que determinan el destino de todas las otras estructuras reproductivas del cuerpo. Las hormonas sexuales son responsables de masculinizar o feminizar todo el cuerpo… incluyendo el cerebro.

El asunto es que si no pasa nada especial, ese embrión bipotencial ¡se convierte solito en hembra! El camino predeterminado parece ser el de las hembras; los machos tienen que hacerse notar para que la gónada se convierta en testículo. ¿Cómo decide la gónada bipotencial convertirse en testículo u ovario? Hoy está claro que los genes tienen algo que ver, pero esto no fue obvio hasta bien entrado el siglo XX. Antes de eso, la idea prevaleciente era que las características de la mamá y del papá se mezclaban en una licuadora genética, y ¡zás!, aparecía el hijo (una combinación de los padres). Claro que la idea de la licuadora no puede explicar que aparezcan machos o hembras- tendrían que presentarse mezclas de ambos sexos, lo cual obviamente no es lo que suele suceder… Si la explicación no es genética (al menos, según esta versión de la genética), entonces, ¿habrá que buscarla en el ambiente?

 

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