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El amor en los tiempos de la ciencia*
Diego Andrés Golombek
 

Varón, dijo la partera (pero no estaba segura)

Hacia 1890 el modelo principal de determinación de sexo proponía que la dieta de la madre era responsable de producir machos o hembras. Claro que así es muy difícil explicar la aparición de mellizos nene y nena… Había (y a juzgar por algunas revistas sensacionalistas todavía las hay) otras teorías: la fase de la luna, un rayo, tiempos de guerra o paz…

Mucho tiempo antes, Aristóteles tenía su propia hipótesis: el sexo del hijo depende de la temperatura y excitación del padre durante la copulación. Como buena sociedad machista, la idea era que si la temperatura era más alta, se esperaba un hijo. Sería cuestión de tener sexo en dentro de una estufa, o en un refrigerador, cosa de elegir tener niños o niñas…

Es interesante sin embargo pensar que efectivamente hay animales para los que el asunto funciona más o menos de esa manera. En algunas tortugas, por ejemplo, no hay cromosomas sexuales, sino que el género depende de la temperatura de incubación del huevo. Mal que le pese a Aristóteles, las calentonas son las hembras: la incubación a unos 29 grados da un tortugo, mientras que con 32 grados aparecen hembras.

Finalmente, en pleno siglo XX se comenzaron a visualizar unos cuerpos de color (“cromo-somas”) al microscopio. Estos cuerpos se encuentran en el núcleo de todas las células y están hechos de ácido desoxirribonucleico (el famoso ADN), en donde se escriben los genes con la información para fabricar todo lo que las células necesitan. El asunto es que en casi todas las células (las llamadas “células somáticas”), hay un número fijo de cromosomas, mientras que las células sexuales (espermatozoides y óvulos) sólo poseen la mitad de ese número, cosa de que se cuando el destino los junte se forme una célula nueva con la cantidad adecuada de cromosomas. Es más: ese número de cromosomas que poseen las células se organiza en pares (llamados cromosomas homólogos), de los cuales las células sexuales sólo tienen uno. Los primeros mirones de células al microscopio encontraron una diferencia sistemática entre machos y hembras –al menos en algunos escarabajos y algunas moscas cuyos cromosomas fueron los primeros en ser estudiados. En las moscas se encontró que las hembras (o sea, las que tenían ovarios y óvulos y ponían huevos) tenían dos cromosomas sexuales iguales y los machos un par de cromosomas sexuales diferentes, que, no sabiendo como llamarlos, les quedó X e Y. Entonces: las hembras de moscas son XX y los machos XY. Hasta acá todo va bien ya que con estos datos podemos inventar dos modelos para determinación de sexo: puede estar dada por el número de cromosomas X (las hembras tienen dos, los machos uno), o bien la presencia de un Y (que define al macho).

La respuesta final vino en 1916, y representa en cierta forma el nacimiento de la genética moderna, porque apareció en el primer número de una revista llamada, justamente, Genetics. Para este estudio se investigaron moscas que portaban más de dos cromosomas sexuales (que las hay, las hay). El artículo de la página 1 del volumen 1 de Genetics dice que las moscas XXY se desarrollan como hembras, mientas que aquellas que resultaban X0 (o sea, sólo tenían un cromosoma X, y ningún Y) eran machos. La conclusión era obvia: el sexo, en moscas, está determinado por la cantidad de cromosomas X. Lo fundamental es que esta fue la primera vez que se conectó algo concreto – la definición del sexo - con la presencia de los cromosomas. Unos años más tarde, en 1923, se descubrieron los cromosomas X e Y en humanos, y obviamente se pensó que la cuestión era similar a la de las moscas: el sexo viene del número de cromosomas X. Pero algo andaba mal, ya que había casos que no se condecían con la teoría… recién en 1959 se clarificó el rol de los cromosomas sexuales en humanos. Al igual que en el caso de las moscas, se necesitó estudiar algunos casos raros, como el síndrome de Turner, que está representado por hembras que son X0 y el de Klinefelter, machos XXY3. Según estos casos, está claro que no es el número de cromosomas X el que determina el género (si no, por ejemplo, aquellos que tengan síndrome de Klinefelter serían necesariamente hembras), así que en humanos el modelo de determinación del sexo es diferente al de las moscas: dime si tienes un cromosoma Y y te diré si eres macho o no. En embriones humanos, entonces, el cromosoma Y hace algo para que se determine el sexo, y aparentemente lo hace alrededor de la séptima semana post-fertilización. Sin embargo, también esta regla tiene excepciones –hay machos XX que tienen genitales externos y gónadas masculinas, mientras que también existen hembras XY, que tienen características generales femeninas, aunque en ninguno de los dos casos (que son raros, aproximadamente 1 en 20.000 personas) se producen gametos de ningún tipo, por lo que se trata de individuos infértiles.

¿Qué es lo que pasa en estos machos XX o hembras XY? ¿Será que los machos XX mantienen aunque sea una porción del cromosoma Y? Efectivamente es así, y esa partecita alcanza para masculinizar al embrión. Por su parte, en las hembras XY justamente falta esa parte del Y que es importante para masculinizar. Existe, entonces, una región crítica en el cromosoma Y. En ella, hay un gen, llamado SRY, que determina que se prendan o apaguen ciertos genes en el embrión para dirigir su desarrollo hacia varón (dijo la partera) Por su parte, las hembras XY (que no tienen el gen SRY) producen hormonas femeninas, por lo que están perfectamente feminizadas – aunque sin óvulos. Hacia la pubertad se las trata con hormonas para que se desarrollen normalmente (aunque no serán fértiles).

El desarrollo de ratones genéticamente modificados es una prueba más del rol de los genes del cromosoma Y en el desarrollo del sexo. A unos ratones XX (o sea, cromosómicamente hembras) se les agregó este pedacito de cromosoma Y, que contiene al gen sry, y… chan channnn… ¡se desarrollaron como machos! Estos ratones no pueden fabricar espermatozoides, pero su genitalia externa e interna corresponde a la de un macho. En la tapa de la prestigiosa revista “Nature” salió una tarjeta de presentación: “¡Es un varón!”, mostrando un tanto impúdicamente sus partes… Hasta aquí hemos analizado la diferenciación de la gónada del embrión hacia macho o hembra. Pero aun antes de esto, vale preguntarse por qué se necesitan dos sexos dos. O, en otras palabras, si sólo las hembras dan a luz, ¿para qué sirven los machos, más allá de representar –al menos a veces– interesantes objetos decorativos para la mesita de luz?

Convengamos en que sería mucho más simple, y hasta tal vez hasta más eficiente, la existencia de hembras y nada más que hembras (y varios textos de ciencia-ficción van en ese sentido). ¿Podría haber un mundo de ovejas Dolly, de gente Dolly, de mariposas Dolly? O, más precisamente, un mundo de lagartos, como la especie Cnemidophoris laredorensis, compuesta exclusivamente por hembras que se reproducen por clonación. En este caso, la reproducción se realiza por un proceso llamado partenogénesis que, en verdad, no sabemos del todo cómo ocurre, aunque sí está claro que en este caso no se produce la división del número cromosómico relacionada con la meiosis4. Entonces, ¿es bueno el sexo? (hablando en términos evolutivos, que ustedes seguro ya están pensando en otras cosas…).

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