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El amor en los tiempos de la ciencia*
Diego Andrés Golombek
 

Una cosita loca llamada amor

Sus latidos cardíacos –los de ella– llegaban a 200 pulsaciones por minuto. Mientras tanto, su frecuencia respiratoria –la de él– no bajaba de 20. Las mejillas –las de los dos– estaban inequívocamente sonrojadas, y el sudor les caía por la piel. Por sobre todo, sus zonas sexuales más activas –el hipocampo, el cíngulo y el resto del sistema límbico– estaban en un pico de su actividad. No cabía duda: estaban enamorados. Porque, ¿qué es el amor sino una serie de reacciones fisiológicas? ¿De qué hablaba Pablo Neruda cuando escribía “aquí te amo y en vano te oculta el horizonte”, o Manolito1 cuando afirmaba que estar enamorado es como “estar hamacándose en la plaza tirándole cascotazos a un tambor”? Pues bien: ni más ni menos que de neurotransmisores, olores y estimulaciones químicas. O, al menos, eso es lo que algunos científicos predican desde el laboratorio.

El amor después del amor

¿Por qué nos enamoramos? Y, sobre todo, ¿de quién nos enamoramos? La belleza, por ejemplo, no está necesariamente en el ojo del consumidor: tal vez esté más adentro, en algún mecanismo inconsciente que la evolución se ocupó de mantener más allá de las modas. Los hombres las prefieren jóvenes, se quejan ellas... Y tienen razón: los machos de cualquier especie buscan hembras con características que indiquen una buena fertilidad. La belleza, en definitiva y mal que nos pese, es una serie de signos de juventud, divino tesoro: labios gruesos, simetría en los rasgos, ciertas distancias y proporciones mágicas en el rostro y en el cuerpo. Y la sensualidad “clásica” femenina que deja boquiabiertos (o vociferantes) a los obreros de la construcción está diciendo “mírame, mírame, mírame, soy muy fértil, con mis pechos y mis caderas, lista para la reproducción de la especie”.

Ellas, en cambio, los prefieren maduros. También altos (una investigación reciente demuestra que las personas de baja estatura tienen una tasa mayor de soltería que los altos; así que nada de “qué tendrá el bajito”... sólo mala suerte). Y aunque lo nieguen, un poquito ostentosos. Un auto, buena ropa, por qué no colores vistosos en las plumas, o unos cuernos (con perdón) no están nada mal. Es más: las hembras son siempre más selectivas que los varones. Tienen sus motivos: tanto les cuesta producir un huevecillo que no se lo van a entregar a cualquiera que ande desparramando sus millones de espermatozoides por el mundo, qué se han creído. Por otro lado, en especies de períodos largos de gestación (como las mamás humanas), viene bien –evolutivamente hablando- tener al lado a alguien con recursos propios para pasar el invierno. Lo que se dice un buen partido.

Pero no todo es instinto: las muchachas (humanas o no) en edad de merecer no sólo actúan guiadas por las reglas de la especie, sino que a veces lo hacen por imitación. Algo así como que si tantas zorzalas o salmonas eligen a ese zorzal o a ese salmón, algo debe tener, y una no puede ser menos... Y así la evolución nos lleva a los grupos de baile, club de solteros y solteras en busca de pareja, y hasta los ciber-romances.

*Este trabajo fue extraído y modificado de Golombek, D.A. Sexo, drogas y biología (y un poco de rock and roll). Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2007

 

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