Adicción a la comida: emociones, decisiones y un cerebro desajustado
Vol. 26, núm. 3 mayo-julio 2025
Adicción a la comida: emociones, decisiones y un cerebro desajustado
Rodrigo Erick Escartín Pérez, Refugio Cruz Trujillo, Juan Gabriel Tejas Juárez, Verónica Elsa López Alonso y Juan Manuel Mancilla Díaz CitaResumen
Aunque el estudio científico de las causas del sobrepeso y la obesidad han recibido mucha atención, a la fecha el número de personas afectadas no deja de crecer en muchos países. En México, en los últimos años se han implementado una serie de estrategias antiobesidad que, a juzgar por los datos actualmente disponibles, no han tenido los mejores resultados. Este problema de salud parece estar lejos de resolverse, al menos si seguimos aproximándonos a él de la misma forma en la que lo hemos hecho. Tal vez sea momento de reorientar los esfuerzos para generar una estrategia verdaderamente preventiva que contemple al funcionamiento cerebral como uno de los eslabones más importantes de esta cadena de eventos que puede llevarnos a la ganancia excesiva de peso.
Palabras clave: obesidad, hedonismo, circuito cerebral de la recompensa, adicción, comida, alimentación emocional.
Food addiction and obesity: emotions, decisions, and an unadjusted brain
Abstract
Although the scientific study of the causes of overweight and obesity has received much attention, the number of people affected continues to grow in many countries. In Mexico, a series of anti-obesity strategies have been implemented in recent years, which, judging by the currently available data, have not yielded the best results. This health problem seems far from being resolved, at least if we continue to approach it in the same way we have so far. It may be time to redirect efforts toward generating a truly preventive strategy that considers brain function as one of the most important links in the chain of events that can lead to excessive weight gain.
Keywords: obesity, hedonism, brain reward circuit, addiction, food, emotional eating.
Introducción
Para quienes ahora rondamos la quinta década, nos es familiar haber escuchado durante nuestra infancia “este niño regordete y de mejillas coloradas luce bastante sano”. A veces se referían a nosotros, y otras veces a quienes nos rodeaban (familiares, vecinos, amigos, compañeros de escuela, etcétera). Nuestros abuelos y padres creían que tener un poco de sobrepeso era el resultado de “comer bien”. Esto sembró en nosotros una semilla que germinó en la idea de que tener una barriga de buen tamaño significaba gozar de buena salud y de bienestar emocional.
Ahora sabemos que la idea de que “un niño gordito es un niño sanito” no necesariamente es verdad. Hoy en día la obesidad es considerada como una enfermedad que no sólo afecta a nuestro cuerpo, sino que también afecta a nuestra salud psicológica. Lamentablemente, algunos sectores de la sociedad actual etiquetan a las personas con sobrepeso u obesidad como perezosas, flojas, glotonas, carentes de autodisciplina, culpables de su sobrepeso, entre otras (Sánchez-Carracedo, 2022). Esto aunado a los actuales estándares de delgadez y belleza pueden conducir a una fuerte insatisfacción corporal y a un menor bienestar psicológico.
La obesidad: un problema económico y de salud
Actualmente, según la Organización Mundial de la Salud (oms), la obesidad es definida como “la acumulación anormal o excesiva de grasa que puede ser perjudicial para la salud”. Es una condición que aumenta considerablemente el riesgo de padecer múltiples enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión y otras tantas patologías aún más temibles como el cáncer (oms, 2023).
No obstante, como todos los seres vivos necesitamos alimentarnos para poder vivir, es difícil pensar que lo que comemos, además de darnos la energía para las funciones vitales y que incluso nos hace sentir placer, también pueda producir problemas de salud graves. En especial cuando un exceso de comida se conjunta con otras condiciones, como la descontrolada disponibilidad de alimento hipercalórico, el sedentarismo y cierta carga genética.
De acuerdo con el boletín de la Cámara de Diputados lxv Legislatura, en México, los gastos asociados al tratamiento de las enfermedades directa o indirectamente vinculadas a la obesidad son cuantiosos: en 2022 aumentó de 240 a 272 mil millones de pesos (2023). En contraste, el presupuesto aprobado para Ciencia, Tecnología e Innovación para el 2023 en México, fue de casi 128 mil millones de pesos (Toche, 2022). Esto nos muestra que, como país, gastamos más en tratar de remediar las consecuencias del sobrepeso y la obesidad que en generar mejores estrategias para prevenirlas.
Más grave aún es el hecho de que un gran porcentaje de los fallecimientos en México se debe a enfermedades no transmisibles que están asociadas a la obesidad, entre las que se encuentran la diabetes, la hipertensión arterial y enfermedades del corazón (Redacción cenidsp, 2023). Desde hace tiempo, está claro que es urgente tomar las medidas integrales para atender y dar solución al problema de la ganancia de peso no saludable. Desafortunadamente, campaña tras campaña, la cantidad de personas con sobrepeso y obesidad no deja de crecer. Pero ¿qué salió mal con las estrategias antiobesidad implementadas hasta ahora? ¿Por qué no han funcionado las campañas? No importa si nos aplican más impuestos o si nos checamos, nos medimos y nos movemos (ver video), el resultado es el mismo: la forma en la que muchos nos alimentamos sigue siendo inadecuada, y peor aún, a edades cada vez más tempranas.
Video. Campaña de la Secretaría de Salud, lanzada en 2013, para disminuir la obesidad en la población mexicana.
Una de las estrategias contra la obesidad, establecida en 2019, fue la del etiquetado de alimentos y bebidas. Ésta supone que una advertencia visual que permite identificar los alimentos que por sus ingredientes y contenido de energía pueden ser dañinos si se consumen en exceso. Parece que esto ha tenido al menos un efecto favorable, pues la industria alimentaria ha generado nuevos productos con ingredientes potencialmente menos dañinos y algunos consumidores buscamos los envases con menos sellos. Sin embargo, los resultados en la prevalencia del sobrepeso son desalentadores, pues las Encuestas de Salud y Nutrición del 2020 y 2021 indican que la medida del etiquetado tuvo un efecto mínimo en el número de personas con sobrepeso u obesidad, ya que las cifras nacionales en realidad han cambiado muy poco (ver figura 1), además de que el número de jóvenes mexicanos de entre 12 y 19 años con sobrepeso u obesidad aumentó de 35% a 43% entre el 2012 y el 2021 (ensanut, 2021).

Figura 1. Comparación entre porcentaje de población que presenta obesidad entre 2012 y 2021 en hombres y mujeres de 20 años o más en México; frecuencias expresadas en términos de porcentaje de las categorías de índice de masa corporal. Normal: 18.5 a 24.9 kg/m2; sobrepeso: 25.0 a 29.9 kg/m2; obesidad grado i: 30.0 a 34.9 kg/m2: obesidad grado ii o severa: 35.0-39.9 kg/m2, y obesidad grado iii o mórbida: ≥ 40.0 kg/m2.
Crédito: elaboración propia a partir de Shamah-Levy et al., 2021.
¿Por qué seguimos fallando?
Fallamos porque probablemente no hemos logrado comprender que el sobrepeso y la obesidad tienen un origen multifactorial. No todo está exclusivamente en nuestros genes, ni tampoco en el ambiente o en las prácticas de crianza y alimentación en aislado. El sobrepeso y la obesidad son producto de la interacción de más de un factor a la vez.
Por un lado, en gran medida aprendemos a alimentarnos en función de lo que nuestros padres o cuidadores nos proporcionan. Así, en los entornos donde hay poca actividad física y se consumen alimentos con contenidos energéticos altos, lo más común es que toda la familia o el grupo replique esas prácticas en etapas posteriores de la vida. En consecuencia, algunos factores que favorecen la ganancia excesiva de peso se transmiten cultural y familiarmente.
Por el otro, parece que no hemos puesto suficiente atención a lo que nuestro cerebro hace para que seamos lo que somos y para que comamos lo que comemos. El funcionamiento de nuestro cerebro es susceptible de ajustarse a partir de las experiencias que tenemos con el entorno; así, dada la importancia de la alimentación para la vida, puede colocar etiquetas de emoción a los alimentos con base en el aprendizaje, de tal forma que aprendemos que el alimento que nos gustó cuando lo probamos está asociado a una emoción positiva, mientras que lo que en algún momento nos causó malestar estomacal, lo anotamos en nuestra lista negra y lo evitamos. En particular, la amígdala es una estructura cerebral que está estrechamente relacionada con el aprendizaje asociativo, es decir, con el aprendizaje de la relación entre un estímulo (en este caso el alimento) y la recompensa o sensaciones que nos produce el alimento al comerlo (Cole et al., 2013). La amígdala se localiza en la parte interna del lóbulo temporal medial y forma parte del circuito de la recompensa.
Así, si bien es cierto que ingerimos lo que tenemos disponible, también es verdad que preferimos comer un pastel que una ensalada. Si tenemos sed, optamos por la botella de silueta sugerente que un simple vaso con agua. Incluso a veces seguimos comiendo a pesar de estar satisfechos, sólo por placer. Dicho de otra manera, la selección alimentaria va más allá de la sola satisfacción de las necesidades energéticas para realizar nuestras actividades diarias. ¡Recuerden lo bien que sabe el postre después del buffet!
Una dulce recompensa
Una razón por la que los sabores dulces nos resultan más agradables es que entre más carbohidratos tengan mayor es la cantidad de calorías que podemos obtener de los alimentos. Así aseguramos que el cuerpo tenga la energía necesaria para funcionar. ¡Entre más rico, más combustible! Este hecho biológico no sería posible si en el cerebro no se activaran las regiones que nos permiten experimentar placer, el circuito de la recompensa (Onaolapo y Onaolapo, 2018). Este circuito se activa cuando realizamos actividades que producen sensaciones agradables, desde eventos tan simples como comer un chocolate, hasta comportamientos más complejos como la actividad sexual, ganar un premio o incluso con el consumo de drogas. Se ha propuesto con base en la evidencia científica que el funcionamiento anómalo de este circuito puede producir obesidad o adicciones (Ballesteros, 2021).

Figura 2. Familia reunida en torno a la comida.
Crédito:
Debido a que el circuito de la recompensa se activa cuando ocurre algo que nos hace sentir bien, muchas de nuestras preferencias tienen un componente aprendido, pues normalmente elegimos lo que nos gusta porque lo asociamos con una sensación placentera, formando un poderoso efecto de aprendizaje. ¡No quisiera pensar qué sería de muchos de nosotros si olvidamos qué tanto disfrutamos el café con leche! Así, los alimentos no sólo nos dan energía, también nos proporcionan los medios para las interacciones sociales y para estar de buen humor, pues muchos estamos de acuerdo en que cuando la “barriga está llena, el corazón está contento”.
Sin duda, ciertos alimentos pueden generar o aliviar emociones. Sólo basta con recordar aquella cena memorable con nuestra familia o con alguna persona significativa, la sopa que la abuela nos preparaba (cuyo olor podríamos evocar mientras leemos estas líneas) o el litro de helado que comimos cuando estábamos tristes (ver figura 2). Mención aparte merece la pizza, pues primero llega al corazón y luego al estómago. En otras palabras, para nosotros la comida no es únicamente un acto social, cultural y biológico, sino también una parte fundamental de nuestras emociones.
Esto ocurre porque aprendemos a buscar lo que nos gusta, y que probablemente nos haga bien, porque nos produce sensaciones agradables, como es el caso del consumo de alimento rico en carbohidratos y grasas, que sabe bien y que nos da energía para funcionar. Gracias a esta cualidad adaptativa del cerebro, podemos identificar con facilidad el alimento que energéticamente es más denso por experiencias previas de su sabor, formando así poderosos aprendizajes que garantizan nuestra supervivencia.
¿Pero cómo es que podemos recordar estos eventos y lo agradable que fueron, y que nos invitan a repetir la experiencia? Es gracias a nuestro hipocampo. Al igual que la amígdala, el hipocampo se localiza dentro del lóbulo temporal y forma parte del sistema límbico cerebral; ambas estructuras están relacionadas con sistemas de memoria que son independientes pero que interactúan entre ellas en situaciones emocionales.
Además, a nivel molecular, investigadores de la Universidad de Granada propusieron, a partir de una revisión sistemática en el 2012, que de las múltiples hormonas reguladoras que se liberan en el tracto gastrointestinal en función del estado energético del organismo, la grelina tiene un papel fundamental en la iniciación del acto de alimentarse. Este péptido tiene la capacidad de activar regiones del sistema nervioso cómo el hipotálamo y otras áreas del tallo cerebral para que fisiológicamente experimentemos el deseo de consumir alimento (González-Jiménez y Schmidt Río-Valle, 2012).
Un cerebro desajustado
En condiciones normales, la grelina envía una señal al cerebro de que hace falta energía y que hay que comer, pero no siempre es tan específica como para decirnos qué deberíamos consumir. Es la corteza cerebral la que interpreta toda la información del organismo para tomar la decisión de lo que hay que comer y ahí es cuando las cosas fallan.
Una explicación tentativa es que el consumo frecuente y desmedido de grasas, azúcares y carbohidratos debilita la señalización o comunicación en los circuitos cerebrales. Así, para poder experimentar la sensación de placer, necesitamos porciones de alimento cada vez más grandes. En consecuencia, elegimos los alimentos que percibimos como más sabrosos, pero con más calorías, y además sentimos ansia por consumirlos, lo que nos impide tomar la mejor decisión a la hora de seleccionar nuestra comida. Por ejemplo, preferimos beber un refresco, ¡el más grande!, ¡el de tres litros!, para que nos alcance bien, en lugar de dos litros de agua. Incluso algunos científicos han mostrado evidencia de que el azúcar, y otros carbohidratos de sabor agradable y a veces la grasa pueden producir efectos semejantes a los de las drogas de abuso, activando esa parte del cerebro que nos genera la sensación de placer (Agencia Sinc, 2020).
No se ha demostrado si es la causa o la consecuencia, pero las personas que padecen obesidad tienen un cerebro que funciona diferente, pues ante estímulos visuales relacionados a alimentos apetecibles presentan patrones de activación cerebral que difieren al de las personas de peso normal. De acuerdo con estudios de imagen funcional del cerebro, como la tomografía o la resonancia magnética, se ha observado una correlación: a mayor índice de masa corporal, mayor es la activación del circuito de la recompensa (Verdejo-Román, et al., 2017).
Con el uso de estas técnicas de imagen es posible conocer las regiones cerebrales donde aumenta el flujo sanguíneo y que en consecuencia están empleando más oxígeno, lo que se traduce en mayor actividad neuronal. El patrón de actividad cerebral que se ha identificado en algunas personas que padecen obesidad, se asemeja al de las personas que padecen de adicciones a sustancias, pues como lo describe la misma Nora Volkow, directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (nida, por sus siglas en inglés), la exposición crónica a una variedad de sustancias adictivas modifica la actividad neuroquímica del cerebro (cambian las señales que usa el cerebro para comunicarse), y afecta el funcionamiento del núcleo accumbens, el cual forma parte del circuito de la recompensa. Los cambios en este circuito dan como resultado las adaptaciones del cerebro que conducen al establecimiento y mantenimiento de procesos adictivos (Koob y Volkow, 2016). Es decir, el cerebro se vuelve adicto y cada vez necesita más alimento sabroso para producir placer, parecido a lo que sucede con las drogas de abuso.

Figura 3. Un cerebro desajustado.
Crédito:
En condiciones de salud, el circuito cerebral del balance energético proporciona la información necesaria a los circuitos cerebrales de la gratificación para que nuestra alimentación sea adaptativa, pero en nuestras sociedades actuales, esta relación se invierte y no consumimos alimento para nutrirnos, sino para tener esas sensaciones agradables. Así, podemos decir que nuestro cerebro se ha desajustado, por lo que nuestro comportamiento alimentario puede ser inadecuado y dar como resultado la ganancia excesiva de peso.
Conclusiones
Hoy en día, estamos rodeados de ambientes obesogénicos que nos impiden formar hábitos alimentarios saludables. Por ejemplo, en la tiendita de la esquina o en el súper encontramos una gran variedad de botanas (papas saladas, chilositas, agridulces, entre otras), refrescos de todo tamaño y sabor, galletas (saladas, chocolatosas o cremosas), por mencionar algunos de los muchos productos disponibles. En las calles y avenidas principales hay cientos de negocios formales e informales con una amplia variedad de alimentos sabrosos; podría apostar que incluso ahora que estás leyendo esto, se te hace agua la boca.
La obesidad es una enfermedad crónica, es decir, se desarrolla poco a poco, no amanecemos obesos de un día a otro. Se produce por el consumo frecuente y excesivo de grasas, azúcares y otros carbohidratos, en interacción con otros factores como la amplia disponibilidad de alimentos, el sedentarismo y la predisposición genética.
Aunque la ciencia ha avanzado en el conocimiento de los factores que intervienen en este problema, como en los mecanismos cerebrales que participan para controlar la selección y cantidad de alimento, esto no es suficiente. Es un problema que implica la participación de todos, científicos, gobiernos, empresarios, instancias de salud y de la sociedad en general.
La mejor solución es la prevención, necesitamos modificar nuestros hábitos alimentarios, disminuir el consumo de alimentos con alto contenido de sal, azúcar y grasas; pero lo más importante: es indispensable reaprender que podemos obtener placer alimentario con una dieta más sana. Para ello, el trabajo multidisciplinario entre médicos, nutriólogos y neuropsicólogos es fundamental. Esto permitirá que tu cerebro funcione de forma adecuada y que no esté desajustado. ¡Cuida tu cerebro!
Aunque el concepto de la adicción a la comida sigue en debate, el hecho es que las estrategias publicitarias de las compañías de alimentos poco saludables han aprovechado muy bien el conocimiento disponible de cómo nuestro cerebro asocia los estímulos sensoriales agradables, con emociones y con familias felices. Estas tácticas publicitarias y la interacción con otros factores como los ya mencionados nos han llevado al lugar en el que nos encontramos, pues desde hace tiempo estamos entre los tres países con mayores índices de sobrepeso y obesidad. Tal vez ahora sea el turno de los sistemas de salud para que se propongan campañas que se basen en las evidencias actualmente disponibles y que con la participación de la sociedad en general y los profesionales de la salud tomemos al toro por los cuernos, pues “quien come con cordura, por su salud procura”.
Referencias
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- Ballesteros, Y. I. (2021). El cerebro adicto. En C. A. Castillo Sarmiento y B. Rodríguez Martín (Coords.). Alimentación y cerebro (pp. ). Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. https://doi.org/http://doi.org/10.18239/atenea_2021.23.00.
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Recepción: 2023/06/17. Aceptación: 2024/03/19. Publicación: 2025/05/09.