Debemos escondernos

Vol. 24, núm. 6 noviembre-diciembre 2023

Debemos escondernos

Doxa Cita

Resumen

En este texto muy personal, con tintes de humor y hasta melodrama, el autor comparte cómo es el trastorno limítrofe de personalidad: las características de esta condición, las dificultades a las que se enfrentó para encontrar el diagnóstico adecuado, la experiencia de vivirlo, las altas y las bajas que ha atravesado, así como las herramientas que ha aprendido a lo largo de su camino.
Palabras clave: neurodivergente, trastorno límite de la personalidad, testimonio, diagnóstico, estrategias de afrontamiento.

Must we hide

Abstract

In this very personal text, with humor and even melodrama, the author shares what borderline personality disorder is: the characteristics of this condition, the difficulties he faced in finding the right diagnosis, the experience of living it, the ups and downs he has gone through, as well as the tools he has learned along his path.
Keywords: neurodivergent, borderline personality disorder, testimony, diagnosis, coping mechanisms.



You see I cannot be forsaken
Because I’m not the only one
We walk amongst you feeding, raping
Must we hide from everyone?1
David Draiman

Introducción

—Usted solito puede— dijo la doctora y cerró su librito negro con los apuntes de quién sabe cuántas historias de loquitos. Sonrió incómodamente, se puso de pie y abrió la puerta. Salí sin darme cuenta, no sentía el cuerpo ni nada; cuando volví en mí, sólo podía pensar en el fuego abrasando su consultorio. No sé por qué fuego. No sé por qué muchas ideas cruzan mi mente, pareciera que ésta tiene su propia imaginación, las más de las veces poco sana.

Debí de comenzar explicando mi padecimiento, pero me gusta ser melodramático (lo cual es rasgo del mismo, por cierto). Padezco trastorno limítrofe de la personalidad; los amigos le decimos border. Según el dsm-52 (la venganza del dsm), en la página 666 (American Psychiatric Association, 2013), quienes padecen esta enfermedad se caracterizan por no poder tener relaciones duraderas —en verdad es entre las páginas 666 y 668, pero les dije: melodramático—. También dice en este texto que podemos ser hasta el 10% de la población mundial y que la propensión al suicidio es del 50%. Me gustan esos números; soy bueno para los volados. Esta es la versión oficial; a mí me gusta explicarlo de otra manera.

Mis emociones están descompuestas. No tienen freno. Cuando me enojo puedo ser muy violento. Me rompí la nariz a mí mismo por ello y tengo los brazos llenos de cicatrices, que provocan las más distintas reacciones: desde reírse, preguntando si era emo, hasta voltear la mirada disimuladamente; la peor fue la de mi familia: —Deberías de matarte y dejarle de hacerle al cuento. De igual manera que la brutalidad, cuando me enamoro me infatúo horriblemente. Y el resto de mis emociones tampoco calibran bien sus medidores: puedo reírme cuando veo una tragedia y deprimirme horas porque en el autoestéreo sonó una canción triste.

Se siente raro verlo en unas líneas. Es culpa de los editores que me dieron poquito espacio, pero también han sido los años de resumirlo ante distintos profesionales de la salud. La mayoría no quiere atenderme; no los culpo, para ser sincero. Tardé diez años en lograr el diagnóstico adecuado y supe que era el correcto porque nunca lo había escuchado y, cuando lo leí, sonaba a una descripción exacta de mí. Incluso aún hoy no entiendo la relación que tienen algunas cosas con mi padecimiento, pero que resultaron ciertas, como el hecho de que me gustan las pertenencias ajenas, aunque sean inútiles, por ejemplo, un cepillo o una prenda —no hablemos del teléfono de los demás—; aunque nunca me he robado nada por increíble que parezca.

Hay tres sujetos que pueden atender mi situación: los psicólogos, los psiquiatras o los psiquiátricos —también el hacer las cosas en forma de lista me reconforta, ignoro la razón, pero eso me lo enseñó mi primer buena doctora—. Al comienzo, cuando busqué ayuda en el psiquiátrico no me recibieron: —Debe de venir con alguien —dijo la persona que atendía la ventanilla del San Bernardino. Me salí de ahí y lloré (dramas). No entendía cómo esperaban que llegara acompañado y de voluntad propia juntos; creo que es un milagro que yo volviera años después.

Cuando ya tenía diagnóstico me sentí más seguro: era como darle cara al monstruo finalmente y sabía que debía haber una manera de vencerlo. Me habían canalizado del salón D de la Facultad de Psicología, donde me hicieron una evaluación y la pusieron en un sobre que no debía de abrir, sino entregarle al hospital. Por supuesto no pude obedecer, después de todo, en la hoja carta decía “tendencias a delinquir” y hubiera sido descortés hacer quedar mal a la misiva. Fue la primera vez que lo leí: trastorno limítrofe de la personalidad. Sonaba fancy. Cuando lo busqué me calzaba a la perfección. Como con la magia, nombrarlo ayudó. Era tangible. Real. No era yo con mis tonterías, era un padecimiento real, como la diabetes, y sabiendo qué era, ya podía combatirlo: así que finalmente decidí atenderme.

No logré mantenerme en el famoso hospital. Otro problema de la enfermedad es que tiendes a dejar las cosas inconclusas. En cuanto me dejaron dos horas en fila, dejé de ir. La siguiente vez, quizá dos o tres meses más tarde, acudí a un psicólogo gratuito de la alcaldía Cuauhtémoc. No les dije la evaluación, sólo les mencioné que necesitaba ayuda. Me dieron sertralina, que nunca me ha hecho nada más que revolverme el estómago, pero el pasante de medicina me envió con una psicóloga, quien resultó muy buena. Particular. Era lo máximo. El problema es que cobraba trescientos pesos por consulta, que, me dicen mis amigos fresas, es un buen precio para terapia. En mi caso resultaba demasiado. Si estar mal de la cabeza es difícil, no les cuento si le agregamos nacer pobre —dije que era bueno para los volados, no que tuviera suerte—.

Fui tres veces con ella, a quien mantendré en el anonimato porque sus métodos no les gustan a algunos de sus correligionarios y no vaya a ser… La primera reunión me dijo que me sentía muy rígido, como si estuviera escondiendo algo. Un delito, sospecho que sospechaba (también la paranoia me es muy común). Aunque eso sí puedo decirlo: nunca he roto ninguna ley. Sí he hecho cosas que no me orgullecen, pero tampoco como para que me estuviera escondiendo, eso sería tonto (o un cri de coeur;3 vaya las cosas que uno aprende investigando sus propios problemas psicológicos).

Por esa coraza que traía, ella quiso hacerme un procedimiento que no sé cómo se llama. Más tarde, un par de amigos psicólogos me han dicho que no les gusta: es muy intrusivo, aunque vaya que funciona. Cerré los ojos, me dijo unas palabras mágicas que no puedo repetir y me pidió hablar todo lo que debía de decir. Lloré. Amarga, duramente. También he visto que ese proceso se lo hacen a las personas para lavarles el cerebro cuando entran a una secta, menos mal que la doctora anónima estaba de mi lado, pues de sólo recordarlo mientras escribo siento el mismo nudo en la garganta de aquella tarde. Al terminar respiraba como si acabara de correr un maratón y sudaba. Me dolía todo, como si me hubiera aventado debajo del metro. Sin embargo, me sentía bien. Después de eso pudo ayudarme un poco y me dio herramientas, de las pocas que tengo, las mejores. Me enseñó a respirar ante posibles ataques de pánico (con el diafragma, como hacen los cantantes) y a hacer listas de las cosas que pasan en mi vida, lo que me ayuda a tener cierto sentido de control. Por desgracia un día ya no pude pagar y no volvimos a vernos. En ese tiempo me sentí enojado. Nunca supimos más del otro. Me molesté porque creí que debería de haberse preocupado de mí, pero a la mala entendí que eso no iba a pasar.

● ● ●

“NO MAMES ERES TÚ”. Fue el primer mensaje que me apareció en la aplicación de citas, seguido de: “No puedo creer que no te mataste alv”. No estaba bromeando. Era totalmente honesta y la noté, en realidad, contenta. Era una one night stand de mi pasado (seguro ella me considera igual), que busqué alguna vez porque mi condición también me hace correr riesgos. La había conocido más de un lustro atrás: pasamos un buen rato juntos, pero nada más —por cierto, eso que se ha popularizado de que la gente con cierto tipo de problemas mentales es buena para la cama: totalmente cierto; de todos modos, me ofende que se haya dado a conocer—. Ella me encontró en una de mis peores facetas: fui nefasto, chocante, odioso; la verdad, no sé cómo me llegó a aguantar, no digamos pasar la noche a mi lado, dios la bendiga.

Tras todo lo que platico, pude dejar atrás las prácticas de autolesiones y los intentos de suicidio, que yo no les llamo tales porque de verdad nunca lo intenté o hubiera acabado haciéndolo. No obstante, en terapia se dice que cuando alguien ya lo planea de verdad, con fechas, lugares, modos y todo, ya es preocupante… He podido irlo dejando. La práctica. Las ideas esas nunca se van. Sólo uno aprende a no hacerles caso.

Justo por el hecho de que la doctora anónima me ayudó tanto, la actitud de la psicóloga, que llamaremos “esa/·$/($”, me dolió tanto. Ella era parte de cierta área de atención a la salud en la unam, aunque no quiero estigmatizar a mi alma máter: así como estaba aquella malvada, también tienen un servicio de atención psicológica (teléfono 55 56 22 01 27 y 31) que te atiende bastante bien si no tienes un padecimiento severo, como es mi caso. Si necesitas alguien que te escuche (y en ocasiones es justo lo que uno ocupa), es buen lugar para acudir. Lo malo es que ese día no quería sólo hablar. Necesitaba algo más fuerte y pasarían años antes de que encontrara la correcta: mis amados botoncitos…

Ese día quien se quemó fui yo: no sé cómo logré salir en una pieza y los días siguientes se desvanecen y confunden con la cotidianeidad. Considero que tuvimos suerte. Todos. Ella, porque la gente con mi problema puede ser muy peligrosa; yo, porque cuando haces una estupidez igual sigues pagando los platos rotos, estés en crisis o no. Así que, aunque resulte anticlimático, no puedo contar cómo logré contenerme esa vez, simplemente porque lo ignoro.

Dice el famoso libro que a los 40 se logra cierta estabilidad. Este año los cumplo. Y me siento bien. Aunque me hubiera gustado tener a quién acudir y saber dónde atenderme, pero, más que nada, que me dijeran qué chingados tenía y cómo podría enfrentarme a ese monstruo que era yo.

A veces mi cabeza me dice si no le estaré haciendo a la payasada. Si no será que quiero entrar en ese cajón, pero recuerdo que esas voces nos engañan (todos las escuchamos; la diferencia es qué nos dicen a nosotros). Por ejemplo, pienso en lo de no poder tener relaciones duraderas (o al caso: cualquier cosa, como es mi situación). Cuando el estrés me agobia, en situaciones limítrofes (nunca mejor dicho), mi persona entra en estado de alerta y se vuelve conflictivo. Entonces, es natural que, en una mala temporada, truene con mi pareja o abandone el trabajo. No es algo del todo consciente: sólo pasa que, cuando estoy en este estado, empeora mi padecimiento. El delirio de persecución es lo peor: siento que todos quieren hacerme daño y mi reacción normal es hacerlo yo antes. Además, se me alebresta el sentido de destrucción: me dan ganas de agarrarme a madrazos con alguien, pero como soy un cobarde (y abogado) prefiero irme contra cosas inanimadas. En esos momentos extremos arremeto contra lo que tenga enfrente. Me ciego a lo mucho que las personas me quieren, o a la buena chamba que conseguí y los abandono en algún ataque de furia. Sin mencionar que el alcohol sabe más sexi y puede llegar a noquearte; quién diría que era justo lo que yo necesitaba.

¿Han pensado eso de “ojalá pueda dormir tres días y no saber nada de nadie”? En mi última crisis terminé en otro consultorio y esa vez en el del psiquiatra. Es verdad que te ven dos minutos y te avientan un puñado de pastillas; en mi caso era justo lo que necesitaba. Tomar una es como tener un botón de reset; cuando es demasiado tomo una y hasta mañana… Y siempre, hasta la noche más oscura se termina. Es difícil controlarlas: se siente raro tener una caja de treinta pastillas y que una sola te mande a dormir, aunque lo he logrado. Es mejor de lo que tenía antes, cuando acabé en un sólo día con mucho de lo bueno que tuve en la vida; únicamente porque dios es muy grande pude volver a construirlo y no sé cuántos tienen esa fortuna (por cierto, soy ateo y esto es una manera de hablar; namás digo para que no vayan a pensar que la religión tuvo algo que ver). Cuando miro el pasado, me pregunto qué hubiera sucedido de no haber corrido con la suerte de encontrar cómo hacerme control alt supr yo solito.

Ya viendo el final de la página, quisiera hablar sobre qué les recomendaría sobre alguien como yo: huyan. Ja, ja, ja… Pero ya en serio: huyan. Es una condición muy difícil y, como vimos, apenas la mitad se salva. Si son del tipo “vaso medio lleno”, entonces, ya se quedaron con esa persona. Deben saber que es difícil, aunque no imposible. Tengan cuidado con los límites. Yo sé que todos merecemos una segunda y a veces tercera… Pero ¿cómo diferenciar a alguien como nosotros de alguien con problema de adicciones (que es otro tema)? ¿O alguien que nada más es un culero? Como no hay forma, lo mejor es tener siempre el radar encendido; caminar con precaución. Leer este texto, si no conoces a nadie así, es un buen principio.

Al final de cuentas creo que la doctora tenía razón: sólo uno mismo puede ayudarse. Sigo pensando que es una fregadera decirle a alguien en plena crisis que le eche ganas… Sin embargo, quizás había una pizca de razón en su manera de verlo. Me cuido ahora porque a todo mundo le vales madre. Hoy tengo muchas personas a quien amar, y cosas a las que dedicarle mi tiempo, como estas líneas, pero al final, estamos cada uno por sí mismo. Así nacimos y así hemos de morir. Pero me importo a mí. Espero no se lea como algo de libro de autoayuda —que también los recorrí buscando mi solución: no están tan peores y hay de libros a libros—, pero en último de los términos estamos solos. Si no vemos por nosotros, ¿quién? Así que me cuido porque nadie más va a hacerlo… A veces sí sucede, pero prefiero pensarlo como un seguro de vida: ojalá nunca lo ocupes, pero qué bien tenerlo si es el caso, ¿no?

Como encore, quisiera hablarte a ti, a mí: a nosotros. Tú que sabes que lo tienes o lo sospechas, éste u otro padecimiento, o nunca habías escuchado, pero algo te suena: así comencé. Ahora uso una combinación de coping mechanisms y medicamentos de prescripción. Depende de qué esté sucediendo; tengo una escala: si simplemente me cae mal, puedo sobrellevarlo con respirar o ejercicio, como me enseñó la doctora anónima. Algo intermedio requiere gritar donde no moleste (o asuste) a la gente; también tengo una pila de cosas que hacer. Logoterapia, dicen los ridículos, pero funciona. Voy guardando listas que hacer y las saco eventualmente: estoy retocando este escrito en una pésima temporada y ayuda a pasar la noche. Aunque siempre existirá un punto en que ya no puedo enfrentar al monstruo y en esos casos rompo el vidrio.

Los medicamentos me han ayudado. Desearía haberlo sabido antes; ojalá no hubiera satanizado la ayuda médica. Me hubiera gustado entender que intentar mejorar con fuerza de voluntad es absurdo como aguantarse la fiebre… Es el sistema queriéndote hacer menos. Hasta en estas emergencias hay niveles: media pastilla sería un defcon 3,4 una completa defcon 2. Nunca hemos visto el 1 y espero nunca lo veamos, pero de suceder me daría un consejo: busca ayuda. Algo habrá. No es sencillo, lo sé, mas debes escucharme, ¡oh!, yo del pasado. Te conozco y sé que me harás gestos o te reirás de mí, ocultando con sarcasmo el dolor, pero de verdad: it gets better.

Referencias



Recepción: 26/08/2023. Aprobación: 20/09/2023.

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Revista Digital Universitaria Publicación bimestral Vol. 18, Núm. 6julio-agosto 2017 ISSN: 1607 - 6079