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Vuelta, nexos y los otros
La intelligentsia mexicana se considera
a sí misma exquisita y refinada y tal como sucede en las pequeñas
ciudades de nuestra provincia, todos están emparentados o buscan
estarlo con los personajes destacados y prominentes. No son de extrañar
entonces, las pequeñas rencillas cotidianas y los grandes amores
y odios shakesperianos. Todo aquel que escribe sobre lo que piensa,
cree o labora, presume tener derecho a ser reconocido como intelectual.
Dos grandes hemisferios los contienen; los puros: poetas, escritores,
filósofos, etcétera, sin estudios universitarios importantes (o al
menos no destacados por ellos como trascendentes); y los académicos:
maestros y doctores, preferentemente a últimas fechas.
El reino intelectual mexicano se conforma, pues, de variadas tribus,
casi todas ellas antropófagas, cuando no abiertamente caníbales.
Y no es para menos, quien vence gana las prebendas intelectuales
del país: publicaciones, becas, posiciones, jerarquías. La contienda,
exquisita en sus modos, es de una ferocidad fértil en sus entretelas.
De todos los participantes de esta contienda, Octavio Paz, con mucho,
era el corcel negro de la época. Y hablamos de tiempo previo a la
obtención del Nobel de Literatura. Analizar y acaso retobar a Paz
no era nuevo y ni siquiera original, ya lo habían hecho, con más
o menos gracia y sustento, personajes tales como Jorge Aguilar Mora,
en 1976, con La divina pareja; Enrique González Rojo, en 1989, con El
rey va desnudo. Pero Paz era rentable, intelectualmente rentable.
Y lo siguió siendo durante años, de los cuales destaco el libro El
pensamiento político de Octavio Paz, de Xavier Rodríguez Ledesma.
Sin embargo, si bien en nuestro mundillo intelectual de chisme y
gracejo, la tónica fue lo intrascendente, lo importante del Encuentro
se halla en sus contenidos, por supuesto, y en el sentido que representó
en cuanto a pararrayos intelectual. Erigido en un país de mediocre
educación social y política y casi nulo interés en sus intelectuales
o los intereses de éstos. México era entonces y acaso continúa siéndolo
hoy día, una sociedad a lo Timbiriche, gustosa de los ritmos de fácil
tonada y melodía pegajosa, pendiente del yerro ajeno para con ello
hacer conservación de café; gustosa del escándalo como forma reconocimiento
social y aferrada a una agenda nacional de debate centrada en la
programación televisiva. Entonces, ¿por qué habrían de ser distintos
a nosotros nuestros intelectuales? Pues, por paradójico que parezca,
por momentos lo son y el Encuentro Vuelta en 1990, y el Coloquio
de Invierno en 1992, fueron momentos de gran consistencia intelectual.
Y, en el caso que hoy nos ocupa, el artífice de ello fue Octavio
Paz, quien, sin duda, se ubicó en ese tiempo como el intelectual
de mayor respeto y consideración en México. Después vino el Nobel
de Literatura, los homenajes, su enfermedad y muerte, y la lamentable
disputa entre sus amigos, protegidos y familiares por su historia
y legado; el penoso final de la Fundación Octavio Paz y la resurrección
de los muertos, como su vida con Elena Garro y las cuitas de la hija
de ambos
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